Odio la Navidad. Odio todo lo relacionado con el fin de año. Odio el clima, por ejemplo. Hace frío y uno tirita para dormir y luego uno no quiere levantarse al día siguiente, por el fregado clima. Odio que tenga que usar pijama con calcetines. Odio después entrar al baño y que esté helado el piso, tener que esperar minutos a que se caliente el agua, bañarme y luego no querer salir de la regadera porque de nuevo esta ahí al acecho, el perverso fresco.
Odio que tengamos que salir a la calle con chamarra. Odio que la gente con chamarra se mueve más torpe. Rechinan al caminar. Odio cuando caminan por las banquetas y van tonteando. Pareciera que las chamarras gordas los hacen más estorbosos o que ellos se sienten rodeados de un halo protector que les incrementa el espacio vital y nos lo demerita a los demás. Odio cuando se paran a comer algo “pa’aguantar” el clima. Odio los carbohidratos. Odio sus gorduras y los olores a grasa de puerco que tiran en las alcantarillas. Odio que coman tamales con “champurrado”. Odio hasta la palabra champurrado. Champuguacara.
También odio que para todo, hay tráfico. En estas fechas, vayas a donde vayas, hay demasiado tránsito. Odio pasar horas perdidas atorado en la calle. Odio tener que subirme al transporte público donde cierran las ventanas y se atasca el ambiente, se hace pesado del puro calor humano y uno respira los vahos, hedores, vapores y gases de pura gente desconocida. ¡Sepa dónde tenía metida la boca el que te respira junto! ¡Odio eso!
Y no crean que eso es todo. Odio que para todo quieran reuniones y “vernos para despedir el año”. Como si el tiempo no fuese continuo. Como si no tuvieran la conciencia de que el mundo no se acaba el 31 de diciembre. ¿No ven que al día siguiente la maldita deuda sigue teniendo que ser pagada? ¿No se fijan que los políticos todos siguen ahí? ¿Qué nada ha cambiado? Brindis, comidas, cenas, como si no pudiera uno reunirse en cualquier fecha. No. Tiene que ser a fuerza en estos días, y por eso todo es caótico y los comerciantes, nada burros, hacen su agosto en diciembre.
Y hablando de precios, es una mentada que aparte de tener que ver a la gente en sus reuniones y soportar sus mediocres visiones de la vida o la política o escuchar que le lloren al América, ¡tiene uno que darles regalos! Y peor, ¡tiene uno que recibir regalos y fingir que nos gustaron! ¡Aaaargggggghhh! El año pasado, me regalaron calcetines estrambóticos, de esos que sólo le gustan a López Dóriga. El anterior, me regalaron pañuelos de tela, como si me gustara andar cargando mocos en la bolsa. Hace 2 años, me regalaron un libro de autoayuda y otros de los cuatro cacas. ¡Y una vez hasta me regalaron una maldita bomba para inflar llantas de bicicleta!
Y ya entrados en odios, qué les puedo decir de la comida. Por ejemplo: ensalada rusa. ¿Quién carambas le llama ensalada a un revoltijo cremoso que combinan hasta manzanas con pescado? ¡Yiak! Y luego el pavo. ¿Por qué demonios hacen pavo? ¿Qué tiene de rico esa carne seca y llena de hormonas? ¿Por qué además lo hacen dulce? ¿Qué no pueden dejar el maldito dulce para el postre? ¡Utaaa! Y luego los romeritos, como si fuéramos vacas. Y el ponche, porque es una idea brillante meter azúcar con fruta en un tarro de barro. Carambas, nada más de pensar en esto, ¡me pongo de peor humor!
El otro día hasta un compañero de trabajo me exasperó cuando dijo que le gustaba más la navidad que hacer el amor. ¡Imagínense! No pude aguntarme. Le dije de inmediato: es que con esa cara, ¡seguro te pasa mas seguido!... Creo que se sintió. Ahora todos me apodan el grinch. Ni modo