The French Dispatch: nostalgia por la palabra impresa

25 de Junio de 2025

Alejandro Alemán
Alejandro Alemán

The French Dispatch: nostalgia por la palabra impresa

alejandro aleman

El cine de Wes Anderson usualmente versa sobre cosas que son propias de una galería de antigüedades: un viejo hotel que conoció mejores días (The Grand Budapest Hotel, 2014), un viejo tren que recorre la India (The Darjeeling Limited, 2007), un viejo barco, hogar de un lobo de mar (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004).

Para su décimo largometraje, Anderson elige hablar de otro objeto que ya puede verse como pieza de museo o que está en vías de extinción: las revistas impresas.

The French Dispatch (E.U.A, Alemania, 2021) es la elegante solución al deseo del director de hacer una cinta antológica. La película son en realidad cuatro historias cuyo hilo unificador es que se trata de artículos de The French Dispatch, revista fundada en 1925 y editada en la ciudad ficticia de Enui. El encargado de la publicación es Arthur Howitzer, Jr. (Bill Murray), editor ejemplar que protege, corrige y alienta a sus escritores.

Las historias que componen este número son cuatro.
Herbsaint Sazerac (Owen Wilson) ofrece un pintoresco vistazo sobre la ciudad. J. K. L. Berensen (Tilda Swinton) narra la saga de Moses Rosenthaler (Benicio Del Toro) cuyos óleos —pintados mientras cumplía condena en la cárcel— revolucionaron el mundo del arte. Después tenemos a Lucinda Krementz (Frances McDormand), quien reporta una protesta estudiantil entrevistando a uno de sus líderes, Zeffirelli (Timothée Chalamet). Y por último, la historia más ambiciosa de las cuatro, un intrincado relato a cargo de Roebuck Wright (Jeffrey Wright), sobre un caso policiaco.

Como es usual en el cine antológico, Anderson presume un reparto impresionante que incluye, además de los ya mencionados a Léa Seydoux, Lois Smith, Elisabeth Moss, Saoirse Ronan, Adrien Brody, Willem Dafoe, Edward Norton, Christoph Waltz y Mathieu Amalric. Muchos de ellos no pasan del mero cameo, pero su presencia deja en claro su compromiso y amor por el director.

Es claro (particularmente al ver los créditos finales) que todo esto no es sino un muy apasionado homenaje a The New Yorker, la clásica revista fundada también en 1925, que aún hoy día circula y sigue presumiendo de reunir al mejor equipo de editores, columnistas y caricaturistas.

Irregular como toda cinta antológica, con un obsesivo cuidado por el detalle y las imágenes estilizadas, jugando incluso con la ausencia de color, se trata de un

homenaje a la palabra impresa que no es nuevo en el cine de Anderson: varias de sus cintas anteriores inician como relatos extraídos de algún libro que no existe. Es la clásica nostalgia Andersoniana, aquella sobre objetos que no existen o cosas que nunca vivió.

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