Hay causas que los políticos tardan años en encontrar, para orientar luchas y subrayar puntos que a la sociedad le son sensibles o indiscutibles. Uno de ellos es la pertinencia y la indiscutible confiabilidad que tiene el INE (antes IFE), en la sociedad.
La encuesta con la que se dio el INE un balazo en el pie mostró, contrario a como el gobierno y su bancada mayoritaria traducen, que a los mexicanos les parece bien que los partidos gasten menos, que el costo de las instituciones sean menores, que lo más posible las cosas se hagan por consenso o votación mayoritaria, pero no mostró una desconfianza o un repudio al órgano electoral y a sus funciones. La encuesta no muestra, ni prefigura una satanización del sistema electoral, de la importancia que tiene en nuestra democracia, ni apunta en ningún sentido a modificar el tamaño de nuestras cámaras de representantes. Sencillamente muestra que las personas han estado atentas a las críticas reiteradas de muchas voces que consideran que nuestro sistema electoral es caro, que tiene diputados o senadores de más (que no hacen nada o eso se piensa) y que ese dinero debería usarse en cosas más útiles, sin que nunca se haya dicho cuáles son esas.
El origen de esta reforma propuesta tiene dos orígenes que ya se han hecho transparentes. Por un lado, la vengativa actitud del presidente. Aunque él no lo sepa, si es vengativo. Dice que él no es rencoroso, que sólo no olvida, pues no ha olvidado el 2006 y desde entonces tiene la mirada clavada en el INE y su posible desaparición. La segunda, es un ánimo totalitario. AMLO ha tomado la decisión desde el principio de su gobierno de controlar los procesos electorales. Basado en su supuesta limpieza divina que él posee y los que lo acompañan, que por cierto no han mostrado, se aventura a secar de recursos al INE y se propone, no sólo quedarse con el proceso electoral, sino que además como parte de la reforma, pretende colar una transformación sustancial en el sistema de representación política, que a todas luces beneficia a su movimiento y prácticamente desaparece a las minorías políticas de la representación política nacional.
Todo lo anterior es suficientemente grave y delicado en muchos sentidos, pero lo que más asombra es el tono del presidente en la última semana.
Comienza diciendo que esos que van a marchar el domingo están en contra de ellos (de nosotros) y uno se pregunta ¿Y qué? Pues claro que es contra de él y sus propuestas contra el INE. Y, ¿que tendría de malo estar en contra de sus propuestas pregunta uno? ¿Qué ya no podemos estar en desacuerdo? Ahora resulta que manifestarse o estar en contra del divino es un pecado y una sinrazón. Resulta, como en el caso de la pésima y dudosa investigación de los 43, que unos “infiltrados”, no están de acuerdo en cómo se hizo la investigación y la quieren torpedear. En fin, todos los que no estamos de acuerdo con sus designios, acabamos siendo unos infiltrados, hipócritas, corruptos, contrarios a sus políticas y sus medias verdades y mentiras. Un mundo lamentable de intolerancia y de polarización sin sentido, porque sabemos todos que a la unidad sin diferencias no se puede aspirar, pero a la polarización que incluye a unos y desprecia a otros a eso tampoco.
Finalmente, uno se pregunta, ¿para qué? Para que generar este clima y esta división. Para qué abandonar y estigmatizar la discusión y manifestación pública. La única respuesta que encuentro es que lo hace para generar o propiciar la sensación de cambio y de estigmatización de lo anterior; para generar la crisis de la que él salga como el único posible convocante a una nueva patria. Un rio revuelto en el que él se convierta en el único pescador. Nada más, pero nada menos tampoco.