Samuel se sienta sobre la nieve. Nos cuenta como llegaron en ferrocarril al campo. Primero llegaron militares a sus aldeas y casas y les dijeron que los llevarían a unos hoteles. Les entregaban hasta fotos de las nada lujosas pero sí cómodas instalaciones donde se supone los enviarían. Les decían que era porque sus casas estaban cerca de zona de conflicto y había que protegerlos por si avanzaba el enemigo. No les convenía estar ahí bajo bombas o dominio hostil.
Los Nazis les decían que estaban velando por la seguridad de todos y por eso, les daban 24 horas para tomar solamente lo más valioso y lo metieran en sus maletas: joyas, antigüedades, efectivo, reliquias y recuerdos familiares. ¿Y cuando podremos volver?, preguntó la madre de Samuel. Apenas ganemos el dominio del territorio, le contestaron. Entonces eso hicieron. Con profunda tristeza se despidieron de su casa y pertenencias y armaron sus preciadas maletas de la noche la mañana; cubiertos de plata, unos aretes, los retratos de la familia.
Primero los subieron a un ferrocarril de primera, con recámaras, baños y comedores. Luego, después de casi dos horas –o es lo que él recuerda– les avisaron que tenían que trasbordar. ¿Por qué? Porque hay una avería más adelante. Otro tramo y de nuevo, tienen que cambiar de tren. En trasbordo los sorprende con que no hay más que vagones de redilas, sin adornos, sin cuadros, sin baños, ni comedores ni recámaras. Los meten como ganado, a empellones y quedan todos apretujados. Apenas pueden respirar y ni hablar de poder sentarse. Son demasiados. El ambiente, pesado. Sólo hay la respiración de otros. El clima sofoca. Junto a Samuel, colapsó un viejo por la falta de oxígeno.
Luego de varios trenes, de hacerse del baño de pie y con ropa, de no beber una gota de agua por tanto tiempo, llegaban al campo. Y Samuel nos reitera: buscaban hacerlos sentirse seguros al arribar. Dice que llegaron a un anden gigantesco. Les abrieron la puerta y les solicitaron sus maletas con cierta ceremonia. Y les apuntaban sus nombres, como se hacía en los grandes hoteles. O eso les decían. Así, con el vapor del tren resoplando, los bajaban de los vagones. Algunos uniformados incluso les sonreían. Dice que sintió un pequeño alivio, hasta que les indicaron que antes de llevarlos a sus residencias, necesitamos censarlos y ver que no vengan enfermos. Entonces hagan dos filas. Una de hombres y niños y la otra, de mujeres y niñas. ¡Avancen!
A Samuel, le tocó separarse de su madre y dos hermanas para quedarse en una hilera con su viejo. No les quitaba la vista de encima. Y entonces, una niña que había llegado sola con el padre en el mismo vagón que ellos, comenzó a chillarle en cuanto los separaron: “¡Vater! ¡vater!”[1]. El grito era desgarrador, rememora Samuel. Tanto, que el padre de la chiquilla decidió desobedecer las reglas y a pesar de los gritos de los soldados, rompió la fila y corrió a consolarla. El frío rugido de la detonación les hizo girar la cabeza a todos para que justo pudieran presenciar al individuo caer, fusilado.
Antes de que cundiera el pánico, algunos hombres dispararon al aire. Samuel se meo. Les ordenaron que miraran solo al frente, al próximo que gire la cabeza o hable, le esperaría la misma suerte. Samuel, no podía controlarse y lloraba y de reojo, miraba a las mujeres de su familia mientras su padre, detrás de él, le daba leves empujones para que no fuera a provocar la ira de los desalmados soldados. Dice Samuel, que uno recuerda por siempre y con todo detalle, la primera vez que siente el terror mas real. Y que para él, ése fue el día.
Unos pasos más adelante, Samuel observó a unos metros, al ángel de la muerte, al Dr. Mengele, ahí, sobre una base alta, en medio de ambas filas, con una enorme vara de bambú, que señalaba hacia la derecha o izquierda, a diestra o siniestra. Y ese día también, en ese preciso momento, fue la última vez que vio a su madre y hermanas. Continuará… [1] ¡Padre, padre!