La puerta del infierno (V)

18 de Noviembre de 2025

J. S Zolliker
J. S Zolliker

La puerta del infierno (V)

auschwitz

Así fue como mataron a las mujeres de la familia de Samuel: El Dr. Menguele no las consideró aptas para los trabajos forzados. Apenas les echó una mirada. Y tomó su decisión en segundos, inmutable, indicándoles con la vara de bambú que se pasaran a la fila de las reclusas más débiles, generalmente, niñas, ancianas y mujeres que pudieran parecer enfermas o endebles. Una vez formadas las enormes columnas de los rechazados, unas guardias mujeres les decían que los llevarían a que se bañaran para evitar piojos e infecciones, antes de que los llevaran a sus habitaciones.

Ustedes han sido premiados, les decían. No trabajarán en las fábricas ni en el campo, pero deberán hacerse cargo del hogar. Por ello, con tranquilidad seguían la fila. Samuel incluso recuerda que su hermana menor, se fue sonriendo y alcanzó a menear la mano en forma de saludo. Efectivamente, llegaron a una enorme instalación que parecía un gran gimnasio y que tenía regaderas, una tras otra. Pero eran de mentira. Ninguna tenía agua. Así que con velocidad, los soldados cerraban las puertas detrás de todos, quienes poco a poco descubrían que las ventanas estaban selladas y se encontraban retenidos. De inmediato, se abrían unas compuertas del techo y por ahí arrojaban los botes con Zyklon B.

Aquí mismo, sobre el suelo que pisamos, fue que en septiembre de 1941, las SS de los Nazis (sus temibles grupos paramilitares y de choque) experimentaron por vez primera con ese gas mortal conocido como el Zyklon B, quemando literalmente, los órganos internos de 850 reclusos en apenas un par de minutos. Fue un éxito, dijeron. Y Samuel dice que no hay noche en que logre olvidar los desgarradores alaridos que escuchaba a lo lejos. Y así, tan simple, en minutos, se inauguró el exterminio en masa.

La Solución Final Hay dos tipos de Nazis, nos dice Samuel. Los obedientes y que de buena gana cumplían órdenes aunque eso significaba el asesinato, y los místicos, los planeadores de todo y que fervientemente —y sin lugar a ningún tipo de duda— creían que podían dominar el mundo después de triunfar en la guerra y llevar un exterminio masivo de todo enemigo… y estuvieron a un suspiro de lograrlo.

Para esa misión que creían divina, los Nazis construyeron Auschwitz II, mejor conocido como Birkenau, el más grande campo de exterminio humano conocido hasta la fecha, construido solamente para la Endlösung (solución final). Aquí, fueron ejecutadas más de un millón de personas.

Rudolf Höss era entonces el comandante en jefe de todo Auschwitz. Y en marzo de 1941, obtuvo la instrucción de su jefe, el chachal Himmler, de ampliar el campo para recibir un nuevo flujo constante de prisioneros. Los que pudieran, trabajarían en las fábricas de caucho de la empresa Buna Werke. Los que no, debían ser “desechados”.

Para eso, hicieron Birkenau, a dos kilómetros del campo central. Y a mediados de ese año (1941), Hermann Göring, el otrora jefe de la Fuerza Aérea alemana, dio la orden de que se preparara la así llamada “solución final”: aniquilarlos, por judíos y rebeldes.

Birkenau, fue construido de madera reciclada. Las paredes son delgadas. No hay cristales, si no huecos por donde se cuela el aire. Está construido sobre una zona pantanosa, por lo que las condiciones de vida dentro de las barracas, eran miserables. Esto sí era la puerta del infierno, no dice Samuel.

Birkenau o el campo II, medía más de 5 kilómetros de área y llegó a albergar simultáneamente, hasta cien mil prisioneros condenados a muerte, ya fuera por su condición política, religiosa, de nacionalidad, o simplemente porque a simple vista, no parecían lo suficientemente fuertes para resistir las pesadas faenas de trabajos forzados del campo I o para los trabajos industriales del campo III (Monowitz).

Sus barracas, estaban colmadas de rudas literas de tres pisos, una tras otra, a ambos lados de cada construcción. En el centro, una banqueta alta para que los oficiales Nazis pudieran caminar por ahí sin llenarse los pies de lodo, o nieve. Cuando nevaba, nos dice Samuel, o se inundaba el lugar, los que dormían en el primer piso de las literas, tenían que subir a los otros dos niveles para recostarse junto —y sobre— de muchos otros. Sólo imaginar el puro hacinamiento, es doloroso.

Lo peor, es que tenían un solo baño para todos. Y consistía en una larguísima tinaja de delgado concreto, hueca, sin agua ni drenaje, tapada con agujeros que hacían las veces de inodoros. Tenían cinco jodidos segundos al día para hacer sus necesidades. Un reo contaba: uno, dos, tres, cuatro, cinco y era cambio de turno. Una sola vez. Lo demás, tendrían que hacerlo en el campo al aire libre si ningún oficial los miraba. Y esto, incluía a los enfermos de difteria, disentería, salmonelosis, tifoidea y demás infecciones.

¿Te querían matar por desobedecer? ¿Les caías mal? Era fácil y común, y ya ni balas tenían que gastar. Sólo necesitaban castigarte y hacerte sacar en botes y cubetas, toda la acuosa y fétida material fecal de tus compañeros enfermos. Esa era una segura condena de muerte, aunque lenta, por las condiciones de paupérrima higiene que ello conllevaba. Imposible no contagiarse. Samuel comenta que así perdió a su padre, quien hizo enfadar a un oficial por defender a un anciano agotado a quien golpeaba el otro con un fuete. Diez días después de limpiar las letrinas, había muerto del “mal de estómago”.

Continuará…