Después de hablar de su padre, a Samuel se le mira mal; desorientado. Yo no le brillan los ojos, desafiantes. Aún así, se esfuerza en comentarnos sobre Birkenau, que fue donde lo rescataron los rusos. Dice que tras su liberación, estuvo tres meses en cama, al borde de la muerte. Pasó buena parte de su infancia en el campo I y luego, a él, a su viejo y a otros zopilotes, los mandaron a Birkenau, porque un oficial sospechaba que buscaban incitar a la rebelión. Como si eso hubiese sido posible, dice con la mirada extraviada.
Fue el 27 de enero de 1945, que el Ejército Rojo de la Unión Soviética liberara los campos. Encontraron que Birkenau, era la antesala del abismo. Tal lugar, fue planeado como una perfecta cadena de producción: llegaba la gente directo en el ferrocarril, así no se perdía el tiempo, y tenían listas cuatro cámaras de gas y sus respectivos crematorios, que podían “procesar” o desaparecer, hasta 10 mil personas al día. Los apilaban de cinco en cinco, como si fueran maderos: unos como base, los otros, encima y transversales. “No sabes de la eficiencia y velocidad que es capaz un soldado en búsqueda de reconocimiento”, agrega Samuel. Luego, me toma del brazo y me lleva a hasta las roídas paredes de los Krema. Olfatea, me dice. Y es innegable: el olor se clava en la nuca y no lo he podido olvidar: huele a cadáver, a muerte quemada. Es nauseabundo y aún, mientras escribo estas líneas, la memoria me provoca involuntarias arcadas.
Samuel se desvanece. Varios arrancamos hacia él. Muy prontamente, personal de urgencias se lo lleva a enfermería del complejo y yo no puedo evitar pensar en lo trágico que resulta que se encuentre, a punto de morir, en el mismo lugar donde fue rescatado y donde estaba reducido a su mínima expresión corporal, macerado y esquelético.
Afortunadamente me dice el urgenciólogo a cargo, que mi preocupación es absurda. Está mal, sí, por su cáncer, pero no se va a morir ahora, me asegura. ¿Puedo verle? Adelante, pase, sí, go ahead.
Samuel me recibe con una sonda de oxígeno metida en la nariz. Sonríe. Está recuperando el color grisáceo de su piel. Platicamos un poco. No tiene hijos. No s casó nunca. No quería traer niños a este mundo. Entonces le cambio el tema y charlamos sobre pendejadas; el frío terrible, el cambio climático, el mundo que se desmorona. Y luego viene la pregunta obligada sobre mi origen. Mexicano, le respondo. ¿Y qué demonios haces hasta acá? Estoy escribiendo una novela que tiene que ver con hallazgos que confirman la ayuda que dieron muchos mexicanos notables y políticos, a los nazis en la segunda guerra mundial. Vaya, me dice.
Entonces le cuento cómo me percaté de que el famosísimo y aclamado José Vasconcelos, autor del “Ulises Criollo” y de la —ahora veo— incomprendida obra “La Raza Cósmica, misión de la raza iberoamericana”, buscó convencer a los Nazis de que el futuro del mundo recaería en una nueva raza, mezcla de los arios con la mexicana, “hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica”. Ridículo, responde Samuel. Más, cuando le confieso que hoy en México, su nombre está inscrito en letras de oro en el Congreso y que muchos lo enarbolan como héroe, cuando era un racista cuyo “slogan” era “por mi raza, hablará el espíritu”. Y lo enarbolamos aún, le confieso. Además, escribió el prólogo y editó y publicó la obra negacionista —ahora le llaman “revisionista”—, más famosa del español: “Derrota Mundial”, de Salvador Borrego, donde se culpa a los judíos de la Segunda Gran Guerra.
¿Implican que esto nunca existió?, me pregunta señalando su brazo tatuado. Afirmo con la cabeza. Y ante su contrariedad, le platico que tengo pruebas fehacientes de que la enorme mayoría del gas mostaza que usaron los nazis, fue producido por órdenes del General Cárdenas. Que México, fue el puente entre la Alemania nazi y el continente americano. Que pensaron que aquí podrían establecer bases militares y por ende, aquí comenzó el real espionaje que hoy en día ha alcanzado su cúspide.
¡Cuéntalo!, me dice. ¡Cuéntalo todo! México fue pivote primordial en la segunda guerra mundial y fue gracias a México que Alemania pudiera hacer lo que hizo. Diles a todos los jóvenes que lo desconocen o lo niegan, lo que aquí vivimos. Lo que muchos vivirán en otros lados. En otros tiempos. No es exclusivo de religión o credo. Es cuestión de fanatismos y que las nuevas generaciones, no conocen y no saben. Para eso vine, le respondo, para eso viajé hasta Polonia. Para que se sepa la historia real, es que he venido hasta acá, a tocar a la mismísima puerta del infierno…
¿Continuará?