En un ensayo publicado por la revista Harvard Business Review a principios de este siglo, Michael Maccoby, analista y catedrático, identificó a cuatro tipos de líderes empresariales: el erótico, el obsesivo, el narcisista y el mercadotécnico. El tipo erótico (denominado así debido a su necesidad de recibir calidez de los demás, y no por sus habilidades sexuales) es un líder idealista y comunicativo, pero dependiente e inestable (se pone en función de sus colegas y subordinados para ganar aprobación). El obsesivo es responsable y consciente, aunque también improductivo y controlador. La personalidad narcisista es independiente, grandiosa, agresiva y no se deja intimidar, pero también es arrogante, paranoica y no escucha a los demás. Los mercadotécnicos son camaleónicos: veletas que giran en función del contexto.
La clasificación de Maccoby, basada en la tipología freudiana, ha sido debatida y comentada durante ya casi dos décadas, sin perder referencialidad ni vigencia. Hasta hace unos años, la creencia común era que el capitán de una empresa debía ser una persona de carisma desbordante que soñara con lo imposible hasta hacerlo posible; la clase de líder que convence con discursos motivacionales y declaraciones grandilocuentes. Un narcisista, pues. Esta clase de liderazgo, sin embargo, comienza a ser cuestionado como el ideal para una corporación que quiera perdurar en el tiempo.
En la poco vista Confidence (2003), cinta dirigida por James Foley, se presenta un diálogo que define a la perfección los riesgos de anteponer el estilo y el brillo a la eficiencia y los resultados duros. Ocurre al comienzo de la cinta, cuando Winston King, capo criminal interpretado por Dustin Hoffman, cuenta una anécdota de juventud:
“Cuando empezaba en este negocio, me obsesionaba el estilo. Cuando di mi primer golpe importante en contra de una banda rival, lo primero que hice fue comprarme un hermoso traje blanco. ¡Me veía increíble! Las mujeres querían estar conmigo y los hombres me invitaban tragos. Los bares estaban llenos. Todo iba muy bien, hasta que de repente escuchamos unos tiros. Eran la banda rival buscando venganza. Una vez que pasó el tiroteo, me percaté de que me habían herido. De todos los que estábamos ahí, ¡era el único al que le habían dado! Fui el primero al que vieron. ¿Sabes qué aprendí ese día? Que poseer estilo puede ser peligroso. Me di cuenta que lo primero a lo que le tiraron fue al traje blanco. Por eso no he vuelto a usar uno en mi vida. A veces, el exceso de estilo te puede llevar a la tumba”.
El narcisismo por sí mismo no es un estilo saludable para la organización, sobre todo cuando ésta ya se encuentra constituida y requiere de administrar con eficiencia sus procesos internos. Nos encanta creer que el éxito de una empresa reside en un “superCEO”, y en consecuencia pasamos por alto que para innovar se requiere de un intercambio inteligente y propositivo. El liderazgo narcisista, tan proclive a imponer sus ideas, tiende a entorpecer ese intercambio. Brian Eno, pensador y productor, sostiene que las ideas que en realidad cambian al mundo provienen de los “scenius” (las inteligencias colectivas de las escenas o comunidades). El estilo y carisma son cualidades deseables, claro, pero no deben ser las únicas virtudes de un dirigente. Basta ver lo que sucede hoy con Donald Trump para ponderar los peligros de continuar con este culto al narciso. Es momento de buscar otra clase de líderes.