Corrupción y desviación neoliberal del poder público

25 de Octubre de 2025

Raymundo Espinoza Hernández
Raymundo Espinoza Hernández
Maestro en Derecho Constitucional por la UNAM, especialista en Derecho de Amparo y candidato a doctor por la Universidad Panamericana. Cuenta con el certificado DESC de la Global School on Socioeconomic Rights.

Corrupción y desviación neoliberal del poder público

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La Constitución mexicana fue ampliamente reconocida a nivel mundial por abrir el horizonte histórico del constitucionalismo social, antes incluso que la Constitución soviética o la alemana de la República de Weimar. Los contenidos sociales y los principios nacionalistas de la Constitución de 1917 fueron los pilares en torno a los cuales se consolidó el régimen posrevolucionario. Asimismo, el reconocimiento normativo del pueblo como titular de la soberanía nacional, fuente del poder público y sentido de su ejercicio institucional, definía con claridad los fundamentos de legitimidad del Estado mexicano: el poder popular se ejerce a través de instituciones orientadas a la consecución del bien común. Así las cosas, la justicia social y la democracia no eran mandatos contrapuestos sino principios perfectamente compatibles y complementarios, conforme a los cuales las instituciones democráticas fundadas en la soberanía nacional asumen como fin de sus decisiones y actos el bienestar del pueblo.

No obstante, el giro neoliberal de la década de los ochenta vino acompañado no sólo de políticas regresivas sino de una nueva legalidad que pretendió burlar el principio de soberanía popular e incluso desaparecer de la Constitución los derechos sociales y las prerrogativas nacionalistas. Las políticas y reformas neoliberales bloquearon el desarrollo democrático de la vida pública y supeditaron el interés público nacional a la satisfacción de intereses privados locales y extranjeros. En otras palabras, los gobiernos neoliberales se apoderaron del poder estatal, secuestraron las instituciones públicas, se apropiaron del Derecho y alteraron sustancialmente los fundamentos jurídicos del orden social hasta desfigurar incluso su ley fundamental y consumar la subordinación general de las dinámicas metabólicas y reproductivas de la sociedad mexicana a las necesidades y exigencias de grandes empresas multinacionales y grupos corporativos, básicamente de capital extranjero.

Cuando se dice que “el poder público se corrompió” precisamente se hace referencia al distanciamiento y desatención del principio de soberanía popular consagrado en el artículo 39 de la Constitución mexicana, mismo que establece con claridad la génesis del poder público, pero también su teleología, en el sentido de que su ejercicio institucional debe ser siempre en beneficio del pueblo. Cualquier conducta de los servidores públicos contraria a este precepto incurre en desviación de poder. No se trata simplemente de que uno o varios servidores públicos de manera espontánea o aislada obtengan un beneficio indebido para sí o para terceros a causa de la comisión de una conducta ilícita. De lo que se trata es de la negación del principio político fundamental de todo Estado democrático.

El fenómeno de la corrupción suele ser entendido desde perspectivas formalistas que distinguen los hechos de corrupción de los hechos brutos a partir de su legalidad o ilegalidad. Incluso, cuando se avanzan definiciones jurídicas de la corrupción frecuentemente se reduce el fenómeno a una conducta atribuible de manera exclusiva a servidores públicos que se califica a partir de su adecuación o contraste con determinaciones legales y que supone la obtención de beneficios indebidos para sí mismo o para terceros. No obstante su precisión, estas tipificaciones normativas no contemplan actuaciones de agentes privados ni conductas en principio apegadas a la ley que generan beneficios ilegítimos en detrimento del interés público.

De aquí que resulte fundamental reflexionar sobre hipótesis que incluyan tales variables, pues la legalización de la corrupción parece ser el camino seguido por los gobiernos neoliberales para cometer múltiples agravios en contra del pueblo de México y garantizar su impunidad. Se trata de mecanismos complejos que permiten encubrir la corrupción del poder público y el desvío de su ejercicio institucional en contextos de captura corporativa del Estado por parte de intereses privados.

En otras palabras, el poder público se corrompe cuando se ejerce para beneficio personal o con el propósito de satisfacer intereses particulares en detrimento del bien común. Las leyes que legitiman conductas contrarias a la democracia y la justicia social son por ello ordenamientos corrompidos, pues validan el ejercicio desviado del poder público, a la vez que dan cuenta de dinámicas de privatización y captura corporativa de los espacios, capacidades e instancias públicas.

Ahora bien, en contra de ciertas visiones formalistas, los beneficios ilegítimos implicados en la corrupción pueden obtenerse incluso bajo el amparo de la ley. Al respecto, es importante tener en cuenta que el Derecho neoliberal se caracterizó entre otras notas por legalizar la corrupción, es decir, no sólo por tolerar hechos de corrupción sino por promoverlos bajo el auspicio de la ley pese a sus fines y efectos contrarios al interés público nacional. De esta manera, la corrupción legalmente no era corrupción y tampoco podía existir la impunidad, lo único que había era la afirmación continua del Estado de Derecho configurado por las políticas y reformas neoliberales.

Lo anterior cobra todavía mayor relevancia cuando se constata que las condiciones prácticas de vida que impone la modernidad capitalista son propensas a la corrupción y, de hecho, la promueven como un elemento constitutivo de las dinámicas globales propias de la acumulación de capital. Pues una manera de contrarrestar esta propensión consiste justamente en identificar esta dimensión profunda de la corrupción que la víncula con la estructura material del mundo moderno. No se trata simplemente de hechos aislados de corrupción, ni de personas que en lo individual se corrompen porque sus prámetros de moralidad se desdibujan. Más bien, parece ser que la sociedad burguesa per se impone dinámicas de corrupción que proyecta a la totalidad del mundo de la vida.

Una perspectiva de análisis como la referida nos coloca en un horizonte de reflexión más amplio que aquel en el que tradicionalmente se conduce el debate sobre la corrupción, especial cuando se circunscribe al ámbito jurídico o al empleo de metodologías ligadas a posturas epistémicas de corte positivista. Y es que, más allá de la mutlplicidad empírica de los hechos de corrupción particulares se encuentra la captura corporativa del Estado, la cual evidencia no ya hechos contingentes de corrupción, sino una situación estructural a partir de la cual se diseñan e implementan políticas o se reconfiguran las instituciones para beneficiar intereses privados en detrimento del interés público nacional.

En congruencia con la reivindicación de políticas de bienestar social basadas en derechos humanos, los gobiernos de la 4T y las mayorías parlamentarias en ambas cámaras del Congreso han impulsado también una renovación legislativa dirigida a superar el marco jurídico impuesto por el neoliberalismo y sentar las bases de un Estado democrático y social de Derecho, fundado en el principio de soberanía popular y consecuente con los mandatos constitucionales de democracia y justicia social.

En el combate a la corrupción de lo que se trata es de reconciliar la política con la ética, de poner las instituciones del Estado al servicio del interés público nacional, no simplemente de cumplir la ley porque es la ley, sino de cumplir la ley porque su cumplimiento supone la realización del bien común y la afirmación positiva de la soberanía popular que le sirve de base a todo poder público y orden institucional.

Evidentemente, las leyes que permiten la corrupción deben reformarse o incluso ser derogadas, pero la legislación congruente con el mandato del artículo 39 constitucional debe contar con mecanismos que aseguren su eficacia y redunden en la garantía del interés público nacional. Éste es el gran reto para los juristas que pretenden contribuir al ejercicio institucional del poder público desde un horizonte posneoliberal. La cuestión relevante no consiste en elegir la conducta legal por encima de la conducta ilegal, sino que la conducta legal que se elige también sea constitucionalmente legítima, de tal manera que implique el ejercicio virtuoso del poder público en aras de una democracia social participativa.

Como se ve, la corrupción del poder público es un fenómeno que no se reduce a la conducta ilegal de ciertos servidores públicos que de esta manera obtienen beneficios indebidos, pues más bien la corrupción se actualiza en todo supuesto en que agentes de los sectores público y privado se conducen en contra del interés público nacional, incluso si su actuación encuentra amparo en la legislación vigente y con independencia de las utilidades que genere su actuación.

En el caso de México, los gobiernos neoliberales tomaron por asalto el Estado hasta poner las capacidades públicas al servicio de intereses privados o de plano desmantelarlas para justificar la privatización de servicios e infraestructuras, en ocasiones de manera burdamente ilegal, pero también mediante la reconfiguración de las instituciones y marcos normativos con el propósito de disminuir los riegos y garantizar la obtención de prebendas y la transferencia de bienes y recursos públicos a favor de grupos de poder económico y político.

Los gobiernos de la 4T han asumido el reto de reivindicar la soberanía nacional y restaurar el orden constitucional, así como de avanzar efectivamente en la democratización de sus instituciones y en la consolidación de los derechos colectivos y el bienestar social que el neoliberalismo arrebató o negó a la población. En esencia, de esto y no de otra cosa se trata el combate a la corrupción.