La Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de escribir un nuevo capítulo en la historia constitucional de nuestro país. Las y los Ministros de la Nueva SCJN celebraron su primera audiencia pública, en la que se pusieron sobre la mesa el derecho a la consulta de las personas con discapacidad: una exigencia que va más allá del procedimiento y toca el corazón del Estado constitucional mexicano. Un principio que interpela la forma misma en que el Estado produce derecho y reconoce la voz de quienes han sido históricamente marginados.
El motivo técnico (una acción de inconstitucionalidad -la 182/2024) podría parecer menor, pero encierra un dilema de gran calado: ¿puede el Congreso aprobar leyes que afecten directamente a las personas con discapacidad sin haberlas consultado previamente, como obliga el artículo 4.3 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad? La respuesta que dé el máximo tribunal marcará el rumbo del modelo constitucional mexicano.
El proyecto sometido a discusión, elaborado por la ministra Lenia Batres, propone que la omisión de consulta no sea motivo suficiente para invalidar una norma, salvo que las propias personas con discapacidad lo pidan expresamente. Esta visión, presentada como una racionalización del control constitucional, en realidad revive una vieja tentación: el paternalismo institucional. Bajo el argumento de que una ley puede “beneficiar” a las personas con discapacidad sin necesidad de consultarles, se reinstala la lógica de tutela que la Convención buscó erradicar.
El derecho a la consulta no es una cortesía del legislador ni un trámite burocrático. Es una obligación jurídica y política derivada de un cambio de paradigma: las personas con discapacidad dejaron de ser objetos de asistencia para convertirse en sujetos de derecho. Consultarlas no es un acto simbólico, es reconocer su capacidad de agencia. Por eso la consigna “Nada sobre nosotras sin nosotras” no es un lema, sino una exigencia democrática.
Durante la audiencia, más de cien personas con discapacidad, especialistas y organizaciones de la sociedad civil hicieron escuchar su voz. Su mensaje fue claro: la accesibilidad no empieza en las rampas ni en los formatos adaptados, sino en la posibilidad de participar en la construcción de las normas que les afectan. Excluirlas del proceso legislativo equivale a decretar su invisibilidad desde el texto mismo de la ley.
La relevancia de esta audiencia trasciende el caso concreto. Representa un gesto de apertura institucional en un momento en que el diálogo entre el poder judicial y la ciudadanía parecía erosionado. En tiempos de polarización, escuchar se convierte en un acto de justicia. Y si el tribunal convierte esa escucha en una decisión coherente con los estándares internacionales, la Corte reafirmará su papel como garante del bloque de constitucionalidad y de la igualdad sustantiva.
Pero si opta por relativizar el derecho a la consulta, el retroceso sería mayúsculo: significaría que el nuevo constitucionalismo mexicano puede tolerar la exclusión de las voces que incomodan. La justicia constitucional perdería, así, su sentido participativo para volverse un ejercicio de autocomplacencia institucional.
Las audiencias públicas no cambian por sí solas la historia, pero pueden marcar el punto de partida de una nueva relación entre la justicia y la sociedad. La Corte tiene ahora la oportunidad de demostrar que la justicia no solo se dicta, sino que también se escucha. Que la independencia judicial no se mide por el aislamiento, sino por la capacidad de diálogo.
La decisión que adopte el Pleno será más que una resolución jurídica: será una definición sobre el tipo de país que queremos ser. Si la Corte reconoce que sin consulta no hay inclusión, habrá dado un paso hacia una justicia verdaderamente accesible. Si no lo hace, habrá cerrado, otra vez, las puertas del diálogo que tanto costó abrir.