Cuando la IA amplía la brecha

22 de Diciembre de 2025

Víctor Gómez Ayala
Víctor Gómez Ayala
Economista en Jefe de Finamex Casa de Bolsa y Fundador de Daat Analytics.

Cuando la IA amplía la brecha

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Hay tecnologías que prometen cerrar brechas y terminan abriendo otras. La inteligencia artificial empieza a mostrarnos, ahora con evidencia empírica, cuándo ocurre exactamente eso. No siempre. No en todos lados. Pero sí bajo ciertas condiciones que conviene entender antes de dar por hecho que la IA puede generar crecimiento incluyente por sí sola.

Un documento de investigación reciente del Banco Internacional de Pagos (BIS) sobre el impacto de la inteligencia artificial generativa en el crecimiento económico confirma algo que, hasta hace poco, se discutía a nivel teórico. Al leerlo, pensé en “The Digital Republic”, el libro de Jamie Susskind publicado en 2022, donde advertía que el poder digital no es neutral ni técnico, sino una forma de poder político que, si no se gobierna, termina reproduciendo desigualdades.

El documento del BIS no escribe desde la teoría política. No habla de democracia ni de derechos. Hace econometría. Analiza datos de 56 países y 16 sectores, y encuentra que, en el corto plazo, la IA generativa está impulsando más el crecimiento de las economías avanzadas que el de las economías emergentes. No porque la tecnología sea distinta, sino porque las estructuras productivas e institucionales sobre las que aterriza también lo son.

El hallazgo central es claro: los beneficios de la IA se concentran ahí donde confluyen sectores intensivos en conocimiento —finanzas, información, servicios profesionales— y un alta “preparación” para adoptar la tecnología. Esa preparación no es abstracta. Incluye infraestructura digital, capital humano, capacidad de innovación y, de manera significativa, marcos regulatorios y éticos. En otras palabras, instituciones.

Ahí aparece la brecha. La IA no amplía desigualdades por diseño, sino cuando opera sobre economías que ya estaban desigualmente preparadas para absorberla. La investigación sugiere que, ante el mismo impulso tecnológico, los países con mayor capacidad estatal y sectores más digitalizados crecen más. Los demás crecen menos. La tecnología no corrige la divergencia: la acelera.

Este resultado dialoga directamente con la advertencia de Susskind. Su argumento es que el poder digital —ejercido por algoritmos, plataformas y sistemas automatizados— redistribuye oportunidades y redefine jerarquías sin pasar por los canales tradicionales de control democrático. Si ese poder no se gobierna, se distribuya sobre la base de una estructura desigual. La investigación pone números a esa intuición: la IA ya está redistribuyendo crecimiento entre países, y lo hace siguiendo líneas institucionales preexistentes.

Hay un detalle revelador. Uno de los componentes más importantes del índice de “preparación para la IA” que utiliza el documento del BIS es la calidad del marco regulatorio y ético. No la potencia de cómputo. No la adopción de robots. Las reglas. Es decir, la capacidad de los Estados para ordenar el uso del poder digital. Lo que Susskind llama constitucionalismo aplicado a la tecnología.

Durante años se insistió en que la IA sería, por definición, una fuerza democratizadora: más eficiencia, más acceso, más productividad. Este documento matiza ese optimismo. La IA genera crecimiento, sí, pero no de manera uniforme. Y cuando amplía la brecha, lo hace porque aterriza en economías que tomaron —o dejaron de tomar— decisiones institucionales clave mucho antes de que existieran los modelos generativos.

Para países como México, el mensaje es incómodo pero necesario. No basta con celebrar el potencial productivo de la IA ni con aspirar a “subirse” a la ola tecnológica. Sin una estrategia deliberada de capacidades estatales —educación, regulación, infraestructura, gobernanza digital—, la IA puede convertirse en un nuevo mecanismo de divergencia.

Ahí es donde la discusión deja de ser teórica. La “República Digital” no es una metáfora futurista, sino una pregunta urgente: quién decide cómo se despliega la tecnología, bajo qué reglas y con qué objetivos colectivos. La investigación no responde esa pregunta, pero sus datos dejan claro algo fundamental: no responderla también es una decisión.