Fernando tenía cinco años. Jugaba con carritos, reía con facilidad y, como todo niño, confiaba en que el mundo de los adultos estaba ahí para protegerlo. Pero el 28 de julio, esa protección falló de la forma más brutal: fue secuestrado como “garantía” por una deuda de mil pesos que su madre no pudo pagar. Lo encontraron días después, sin vida, dentro de un costal en una casa de Los Reyes La Paz. Murió por golpes en la cabeza, sin agua, sin comida.
La historia de Fernando es una tragedia en sí misma. Pero lo que la vuelve aún más indignante es que pudo evitarse. Su madre tocó puertas, pidió ayuda. Fue al DIF, a la policía municipal, a instancias que, en teoría, existen para proteger la vida y la integridad de los más vulnerables. Y todas esas puertas, una tras otra, se cerraron en su cara.
No hubo acción inmediata, no hubo un operativo de búsqueda, no hubo medidas de protección. No la escucharon. La ayuda real llegó tarde, hasta que acudió a la Secretaría de las Mujeres del Estado de México, y para entonces Fernando ya estaba muerto. Se trató de una cadena de omisiones que, sumadas, empujaron la tragedia al final que ya conocemos.
La negligencia institucional en México debe erradicarse. Tal vez no siempre obedezca a un acto malintencionado; a veces es producto de la desidia, de la saturación o de la simple indiferencia. Pero el resultado es el mismo: vidas truncadas, familias devastadas y una ciudadanía que termina convencida de que pedir ayuda es inútil. Es parte de un patrón en el que la burocracia y la falta de empatía se convierten en una sentencia de muerte.
Este caso revela una verdad incómoda: en México, la protección a la infancia es, demasiadas veces, reactiva y no preventiva. Según cifras de la Red por los Derechos de la Infancia (REDIM), en los últimos cinco años han sido asesinados más de 13 mil niñas, niños y adolescentes en el país. Muchos de esos casos, como el de Fernando, pudieron haberse evitado si las señales de alerta hubieran sido atendidas a tiempo.
Y aquí es donde debemos detenernos como sociedad -no es cliché-. Porque si seguimos creyendo que “la culpa es del delincuente y ya”, sin mirar todo lo que pudo haberse hecho para evitar que un criminal llegara tan lejos, estamos aceptando que la historia se repita. Y se repetirá.
Es una tragedia: muchas veces el miedo impide denunciar, y cuando se rompe el silencio, las autoridades no hacen caso.
La madre de Fernando no sólo perdió a su hijo: fue revictimizada por las autoridades que le dieron la espalda en el momento más urgente de su vida. Ella hizo lo correcto: pedir ayuda, buscar a las autoridades. Y no la escucharon, no actuaron, no movieron un solo engrane que pudiera salvarlo.
Hoy hay tres personas detenidas por el crimen. El proceso judicial seguirá su curso.
Pero la justicia para Fernando no puede limitarse a condenar a los responsables directos. La justicia real exige que cada institución que lo dejó a su suerte rinda cuentas. Que se revisen protocolos, que se sancione la negligencia, que se garantice que cuando una persona llegue a una ventanilla con la voz quebrada y la urgencia en los ojos, alguien la escuche y se mueva con la velocidad que la situación merece.
El caso de Los Reyes La Paz revela la profunda desconexión entre las demandas ciudadanas y las respuestas institucionales, poniendo en foco la necesidad de una supervisión y rendición de cuentas más efectivas.