Dicen que todo tiempo pasado es mejor; no lo creo, pero estoy convencido de que tendemos a guardar en la mente y recordar hasta la cursilería melancólica, aquellos momentos que nos trajeron algún estado de bienestar. En el caso de la conmemoración de la Revolución Mexicana me pasa algo en ese sentido: ese día ya no es lo que era.
Para explicar lo anterior tengo tres hipótesis: primera, el régimen actual, bastante conservador y autoritario, no es heredero del movimiento de 1910; segunda, los neoliberales, villanos favoritos del momento, triunfaron y mandaron al baúl de los recuerdos a los personajes que representan lo que odiaban: el nacionalismo; y tercera, se invocó hasta el cansancio a la Revolución que terminó como mi camiseta favorita del Santos: deslavada y, por lo tanto, descolorida.
La Revolución inició a las 6 de la tarde del 20 de noviembre de 1910. Es tan singular su inicio que, para el mismo, se lanzó convocatoria con día, hora y hasta previsión para quienes vivían en lugares alejados. Díaz y su gobierno cayeron pronto; su ejército, bueno para los desfiles, era bastante malo para los “cocolazos”. Después supimos que lo suyo era dar golpes de Estado. Madero, líder inicial del movimiento y, ya para entonces, presidente, fue de las primeras víctimas del régimen que se negaba a morir: militares, excompañeros de armas, empresarios y el embajador de Estados Unidos se aprovecharon de su inexperiencia y lo asesinaron, a espaldas de Lecumberri, a unas cuadras de la actual Cámara de Diputados.
Ahora que los morenistas retomaron la política ferroviaria y represiva de Díaz, el aniversario de la Revolución pasó sin pena ni gloria y causó más euforia el muy burgués y antifeminista evento de Miss Universo (estos adjetivos son de un morenista del ala maoísta).
Los relámpagos de agosto, del siempre joven Ibargüengoitia es una lectura favorita de los lejanos y siempre mejores días del Club 45. Maestro en poner las cosas en su lugar y en dejar en claro que, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. De vivir, tendría 100 años, y, de padecer los tiempos actuales sería un narrador costumbrista y no el disruptivo alumno de Usigli que se llevó dos veces el premio Casa de las Américas.
La nuestra, como otras revoluciones, tuvo claros y oscuros en la vorágine de la violencia que costó un millón de vidas y, haciendo uso de una frase que, no por sobada, es falsa, se tragó a sus hijos. Mi maestra de primaria hizo malabares y contorsiones para explicarnos cómo, en un mismo lugar, están sepultados los que se asesinaron unos a otros. Entre ellos, mi paisano Carranza, que pasó a mejor vida a Zapata, y dicen las malas lenguas que, en su momento, quiso derrocar a Madero y se organizó una cacería en la sierra de Arteaga para orquestar un complot.
Lo cierto es que el aniversario de la Revolución se da en medio de una arremetida del gobierno en contra de los opositores y la muy mala idea de la policía de la Ciudad de México de retomar la práctica porfirista de reprimir manifestaciones.
Ya que hablamos de Porfirio Díaz, el famoso héroe del 2 de abril, que llegó al poder al grito de “No reelección”, el mismo que le dejó a su compadre Manuel González la presidencia cuatro años para luego ocuparla por más de veinte, hay que recordarles a quienes, por alguna chabacana razón, le añoran, que su relativa eficacia en el gobierno se fincaba en las tremendas desigualdades económicas de la población, y que era repelente a eso que se llama democracia: gustaba de polarizar entre los actores políticos y, en términos prácticos, a las Cámaras les daba el valor de un papel sanitario usado.