La política y la economía se relacionan de muchas maneras. Acontecimientos políticos como las elecciones pueden verse como economías significativas en torno a las cuales diversos agentes, candidatos y operadores movilizan dinero en efectivo y recursos de todo tipo, negocian e intercambian bienes, servicios, compromisos y favores, incluso promesas, voluntariamente o no, con intermediarios y votantes, para garantizar el acceso, incremento o conservación del poder institucional que detentan o aspiran a detentar. Asimismo, desde otra perspectiva, la política en tiempos electorales podría entenderse ella misma como un gran mercado plural y competitivo, regulado incluso, donde los partidos políticos ofertan candidatos auténticos o artificiales a electores más o menos libres e informados bajo condiciones de imparcialidad y equidad que garantizan la incertidumbre en los resultados.
Ambas maneras de comprender los fenómenos políticos comparten una cierta concepción instrumental y pragmática de la política, la primera centrada en la eficacia de los procesos y la segunda en la calidad de los procedimientos. Como sea, coinciden en su indiferencia o desdén hacia los principios sustantivos y los contenidos materiales como determinaciones significativas de la acción política: en un caso porque el peso recae en la eficacia y en otro porque la atención se centra en la calidad.
En muchas ocasiones el modo realista y la visión idealista de los procesos electorales se enfrentan a la legalidad vigente, sea porque el orden jurídico le impone procedimientos de calidad a la eficacia o bien porque les exige eficacia y no sólo calidad a los procedimientos. Sin embargo, con frecuencia la legalidad vigente también le impone principios sustantivos y contenidos materiales a la acción política concreta, sea como condiciones de su propia validez o como bienes y fines a tutelar. Cuando la democracia se concibe unilateralmente y sin considerar sus múltiples determinaciones se corre el riesgo de reducir la democracia en general a democracia meramente política, así como de confundir la democracia política con la democracia representativa o exclusivamente electoral.
Precisamente, en contra de una cierta noción instrumental y pragmática de democracia es que la “Cuarta Transformación” ha defendido una idea de democracia donde tienen cabida la soberanía nacional y la justicia social, mandatos constitucionales que el neoliberalismo había hecho a un lado. De la misma manera, frente a los usos y costumbres malsanos del sistema político mexicano, expresiones de verticalidad y opacidad, el discurso de la “Cuarta Transformación” reivindica una democracia auténtica, sin imposiciones ni trampas ni fraudes electorales que vulneren la voluntad soberana del pueblo, donde la frontera entre gobernantes y gobernados simbólicamente se diluye.
No obstante, en el régimen político construido por la “Cuarta Transformación” confluyen elementos del modelo de democracia formal defendido por los teóricos de la transición y la alternancia con prácticas atávicas antidemocráticas subsistentes en el sistema político mexicano. Por un lado, el modelo de democracia formal se presume en el discurso oficial como si fuese una realidad, más todavía, como si ahora sí fuese una realidad. Por otro, las prácticas atávicas antidemocráticas permanecen encubiertas y, en todo caso, son presentadas como ocurrencias discursivas de la derecha, anécdotas intrascendentes contadas por chillones y traidores o incidentes aislados cuando más.
Dicho de otra manera, en la superficie, podría pensarse que la política mexicana es finalmente democrática, nada más que, en lo profundo, persisten las mismas mañas, cuestionables pero efectivas, que aseguran que las cosas funcionen en la política mexicana realmente existente.
Por ejemplo, las elecciones judiciales celebradas recientemente, al estar marcadas por la llamada “operación acordeón”, evidenciaron el carácter instrumental y pragmático que subsiste en la cultura política mexicana. Más allá de las declaraciones y resoluciones formales, las élites políticas presuntamente instruyeron a sus operadores, dentro y fuera del partido y del gobierno, intervenir el proceso electoral para garantizar determinados resultados. De haber sucedido, es un hecho que la injerencia fue exitosa, tanto que un cierto sector de la clase política vinculada con Morena ganó la quiniela incluso cuando, expresamente y por ley, la participación de partidos políticos estaba prohibida.
En este sentido es que, cuando despertamos, luego del domingo 1 de junio, el dinosaurio seguía ahí. No sólo porque los problemas de la justicia en México persisten después de las elecciones, sino porque el ethos priista sigue presente en la cultura política nacional y nos hace ver que los problemas de la democracia mexicana también persisten en el marco de la “Cuarta Transformación”. Bien podría decirse que si el PRI ya no gana elecciones es porque las estructuras operativas que antes le daban fuerza ahora operan para otro partido. El clientelismo masificado de sesgo estatalista, capaz de pervertir el sufragio universal, sigue siendo la clave del triunfo en la política mexicana. El priismo, en tanto forma de hacer política, es una plaga capaz de infestar y carcomer cualesquiera emprendimientos políticos e iniciativas populares orientadas a la emancipación de la sociedad mexicana.
Pero el asunto no es un problema meramente cultural ni una respuesta excepcional ante una contingencia política, tampoco se agota en una calificación legal. El problema es que al parecer los procesos electorales siguen subordinados a dinámicas económicas que definen o al menos impactan significativamente en la movilización de votantes, en los votos efectuadas y, por ende, en los resultados. Se trata de una cuestión estructural que afecta la viabilidad de toda política democrática.
Antes como ahora, el atraso económico y social condiciona el atraso político o, si se quiere, el atraso político expresa el atraso económico y social. El clientelismo electoral florece en sociedades profundamente desiguales. La estructura económica de la sociedad mexicana limita la construcción de una auténtica democracia ciudadana, al tiempo que promueve la emergencia de economías clandestinas en el seno de procesos políticos tan importantes para una democracia como las elecciones.
Si los políticos no tuviesen la oportunidad de comprar votos y los ciudadanos no tuviesen necesidad de venderlos, la economía que se genera en torno a las elecciones no tendría sentido y la democracia política no se vería como un giro comercial. Lo cierto es que los resultados electorales dependen de la capacidad de las fuerzas políticas en competencia para controlar la economía del voto.
La consecuencia salta a la vista: la falta de condiciones prácticas y materiales para que la ciudadanía ejerza sus libertades políticas de manera informada compromete el voto de la población y neutraliza las garantías de procedimiento contempladas por ley, descalificando los procesos electorales y desvirtuando las formas democráticas.
La consolidación de la democracia mexicana requiere de un cierto desarrollo político, que sólo puede sustentarse en desarrollo económico y social. La cultura política prevaleciente en el país es una cultura política subordinada al Estado, que seguirá siendo priista en tanto no superemos las condiciones económicas y sociales que impiden la consolidación de garantías institucionales para el desarrollo de una ciudadanía crítica, capaz de ejercer sus libertades políticas de manera informada y sin la injerencia indebida de aparatos estatales y partidistas.