1ER. TIEMPO:
De ciudadana a súbdita. Desde el primer día del régimen obradorista, Beatriz Gutiérrez Müller fue una figura cargada de contradicciones. Académica, escritora, promotora cultural y, a veces, por voluntad propia, polemista digital, no quiso ser llamada “Primera Dama”, pero no rehuyó el poder ni los privilegios que la cercanía presidencial le otorgó. Dijo que no participaría en política, pero terminó marcando postura cada vez que el presidente, su esposo Andrés Manuel López Obrador, fue tocado por la crítica. A diferencia de sus antecesoras, Gutiérrez Müller nunca aspiró a ser querida: quiso ser respetada. Pero confundió el respeto con la inmunidad. Y en la política mexicana, nadie es inmune, menos aún cuando se responde desde la soberbia. Ahí, de todos esos agravios políticos que cometió, se sembraron las expresiones de indignación, de odio, incluso, que han llovido sobre ella en los últimos días. Primero, la injusta descarga vitriólica de comentarios contra su hijo, Jesús Ernesto, que abandonaron ambos cuando niño en Palacio Nacional, cuya privacidad como menor de edad defendió no solo como madre, luego que ella misma lo colocó varias veces en el ojo público, sino con la fuerza del poder represor. Su fuerte grito de “con los niños no”, absolutamente justificado, fue más allá de una posición moral legítima y legal, que se extendió a cacerías de periodistas cuyo pecado profesional fue haber hecho su trabajo de reportar un tema que doña Beatriz había hecho público, una accidente de su hijo. Recién cruzó la frontera de la mayoría de edad, Jesús Ernesto fue sometido a un castigo cruel en las redes sociales, pagando inmerecidamente con ello el rencor acumulado contra sus padres. Después, como reveló la prensa y ella no desmintió, ni nadie, pidió la nacionalidad española, en la contradicción existencial y política más indigna al haber sido ella el motor y la gasolina que empujó a López Obrador a entrar en conflicto con el Estado español por su capricho de que el rey Felipe VI pidiera perdón a los pueblos originarios por los abusos que cometió Hernán Cortés durante la Conquista. España rechazó las exigencias del expresidente, aunque varios años antes de que el matrimonio durmiera en Palacio Nacional, el entonces rey Juan Carlos ofreció las disculpas que la pareja desmemoriada pedían. Gutiérrez Müller, que se entrometió en los asuntos públicos sin responsabilidad política ni jurídica alguna, fue la arquitecta de la política hacia España, pagando el absurdo de pedir la nacionalidad española, luego de demoler durante seis años una larga relación, llena de riqueza intercultural y de solidaridad en los momentos que los demócratas españoles más lo necesitaron. Gutiérrez Müller no ha sido defendida por casi nadie, salvo una persona, la presidenta Claudia Sheinbaum que retomó la delirante bandera de su predecesor. “Tiene todo el derecho de hacerlo”, dijo por la petición de la nacionalidad. “Sí, una persona tiene derecho a pedir una segunda nacionalidad”, escribió en redes Otto Granados, un académico y político de calidad intelectual que conoce perfectamente España. “Ese no es el punto. La cuestión es la contradicción histórica, el oportunismo y la falta de pudor al insultar primero y pedir la gracia después. No quieran evadir el punto”.
2DO. TIEMPO:
La reinvención de la Primera Dama. En el epílogo de su sexenio, Andrés Manuel López Obrador llevó a su esposa Beatriz Gutiérrez Müller a la mañanera para que dejara un breve testimonio del porqué nunca quiso que la llamaran Primera Dama. “Yo primero planteé el pensar distinto, un ejercicio de reflexión sobre el espacio público de las mujeres, su presencia en la vida política, en este caso accidental”, dijo. “Así me considero, un accidente en la política y tercero, dejar atrás ideas rancias sobre el papel de mujeres de presidentes y funcionarios”. Esas ideas rancias las envolvió en prepotencia y despotismo, como ninguna esposa previa de presidentes se había atrevido, o siquiera intentado. El momento en que inflingió la herida más visible en su relación con la sociedad, que la marcaría el resto de los años, fue en 2020, cuando frente a una pregunta sobre los niños con cáncer —esos a quienes el desabasto de medicamentos convirtió en símbolo del fracaso humanitario del gobierno de López Obrador—, respondió: “No soy médico, a lo mejor usted sí. Ande, ayúdelos”. Lejos de ser un malentendido, esa frase, fue el retrato de su distancia. No del poder, sino de la empatía. Mientras miles de familias clamaban por atención, medicinas y compasión, Gutiérrez Müller eligió el sarcasmo. Fue un error que nunca corrigió, porque en su mundo, el error era del que preguntaba. Ciertamente, Gutiérrez Müller no fue Primera Dama. Fue algo más sofisticado: la esposa del presidente que reinventó la figura, sin rendirle cuentas a nadie. Y lo hizo con una fórmula única: se vistió de intelectual, actuó como embajadora cultural, y se condujo como guardiana del templo lopezobradorista. El problema es que en el proceso confundió cultura con culto. Autora de versos discretos y prosa decorosa, Gutiérrez Müller fue enviada a Europa a “rescatar dignidad histórica” mientras su esposo combatía a la clase media desde el templete. Se reunió con Emmanuel Macron en Francia, habló de Hernán Cortés, pidió perdones coloniales, y regresó convencida de que la historia se podía reescribir con diplomacia de Instagram. Su gira por los archivos europeos dejó más fotos que resultados. La carta al papa Francisco fue leída con cortesía en Roma, pero ignorada en Bruselas. El “rescate” del penacho de Moctezuma terminó en lo mismo que las consultas energéticas: un no diplomático. Pero en Palacio se celebró como victoria moral. Y en eso, Beatriz I fue consistente: abrazar las formas, ignorar los fondos. En lo doméstico, su cruzada por la cultura se tradujo en eventos simbólicos, lecturas públicas y desplantes selectivos. Denunció el clasismo literario, pero bloqueó a usuarios críticos en redes como quien corta cabezas en la corte de Versalles. Decía querer elevar el debate, pero no toleraba el disenso. Y en cada polémica, su tono fue más inquisidor que académico. Donde pudo ser puente, eligió ser muro. Nunca lideró una política pública, pero tuvo acceso al oído presidencial como nadie más para influir en ella y demolerla, como con los Libros de Texto Gratuitos que pauperizaron el conocimiento. Intelectuales críticos dejaron de ser convocados. Museos y festivales cambiaron de tono. En el país del “no somos iguales”, la cultura dejó de ser espacio plural y se volvió herramienta de legitimación. Contra lo que presumía, no fue gestora, ni funcionaria, ni diplomática, ni poeta. Una mujer inteligente que prefirió la lealtad al poder sobre la autonomía del pensamiento. Y eso, para alguien que se dice ajena a la política, es profundamente político.
3ER. TIEMPO:
Otra forma de poder. En el México de la Cuarta Transformación, pocos personajes han ejercido tanto poder simbólico y silencioso como Beatriz Gutiérrez Müller. Nunca quiso ser Primera Dama, y sin embargo, fue una de las más influyentes, como lo fue Martha Sahagún con Vicente Fox. La diferencia: lo hizo sin agenda oficial, sin fundación propia, sin título y embusteramente, con acceso total al poder. No fue una figura decorativa, ni lo pretendió. Cultivada, académica, escritora, poeta —a ratos—, se mantuvo en los márgenes de la estructura formal, pero en el centro de la narrativa presidencial. Mientras Andrés Manuel López Obrador hablaba de la “república amorosa”, ella dictaba línea cultural desde el escritorio y desde la plataforma X. Tampoco fueron raras sus otras apariciones en Twitter, donde alternaba poemas con descalificaciones, agradecimientos diplomáticos con mensajes punzantes. A veces lo hizo con elegancia; otras con el tono de quien se siente por encima de la crítica. Su poder no fue institucional, sino cortesano. Convirtió su distancia de la política en una forma de intervención. En más de una vez, ciertas decisiones, como nombramientos de funcionarios y embajadores, se discutieron primero en la mesa familiar. Gutiérrez Müller no sólo acompañó al presidente, sino que influyó en él, como sucedió con la confrontación con la Corona española. Durante seis años fue un enigma público, omnipresente en momentos simbólicos, ausente en las crisis. Corrigió y atacó a usuarios en las redes con acidez, confrontándolos cuando criticaban al presidente. Pero cuando el presidente cometía excesos, guardaba silencio. No fue por falta de opinión, sino por cálculo. En la Presidencia de Claudia Sheinbaum, Gutiérrez Müller se alejó del reflector institucional, pero no puede desaparecer. Los agravios sociales y políticos son enormes. En la era de la transparencia fue opaca. En la era de los afectos, fue distante. Y en la era de la transformación, fue otra forma de poder. La esposa del expresidente se asumió no como figura institucional, sino como escudo emocional del líder. Se indignaba si se tocaba al presidente, pero no al país. Se volcaba en defensa propia, no pública. ¿Y qué dejó al final del sexenio? Un modelo extraño: la de una no Primera Dama que ejerció funciones sin asumir ninguna responsabilidad, sin agenda clara, pero con línea, sin oficina, pero con voz. Su problema no fue su deseo de mantenerse al margen de los viejos moldes, que intentó romperlos, olvidándose de construir uno mejor. Pudo humanizar el poder, pero prefirió blindarlo. Y al hacerlo, se convirtió en su reflejo.
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