La tregua de la pobreza: datos y heridas

21 de Agosto de 2025

José Pérez Linares
José Pérez Linares
Abogado y Cronista. Ha publicado en Rumbo de México, Diario DF, El Capitalino.

La tregua de la pobreza: datos y heridas

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José Pérez Linares

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Foto: EjeCentral

En uno de los municipios que ha cargado durante décadas con el estigma de la desigualdad, la presidenta Claudia Sheinbaum anunció desde Ecatepec lo que parecía inalcanzable: la pobreza en México se encuentra en su nivel más bajo en cuarenta años. El dato, avalado por el INEGI, señala que 13.4 millones de personas dejaron atrás la pobreza entre 2018 y 2024. No es una cifra menor: por primera vez desde los años ochenta, el país logró contener el espiral de la miseria. El anuncio es un respiro en medio de una intemperie larga.

Conviene subrayarlo: detrás de la estadística hay millones de mesas que antes apenas cubrían lo indispensable y hoy cuentan con un margen de dignidad. En un país acostumbrado a que las malas noticias opaquen cualquier avance, la reducción de la pobreza merece celebrarse sin regateos. No son números fríos: son hogares que dejaron atrás la exigüidad extrema. La cifra nos recuerda que el destino colectivo también puede torcerse a favor.

Sin embargo, la pobreza no es uniforme. No se mide solo en la relación entre ingreso y gasto corriente. La metodología oficial reconoce al menos cinco dimensiones adicionales: salud, educación, vivienda, alimentación y, sobre todo, seguridad social.

Es ahí donde la celebración se matiza. La mitad de la población sigue sin acceso a un sistema formal de protección social. La carencia de seguridad social significa vivir sin médico familiar, sin medicamentos garantizados, sin la certeza de una pensión por vejez. Quien enferma depende de la capacidad de su bolsillo; quien envejece queda a merced de la sobrevivencia. La pobreza se comporta como la Hidra de Lerna: aun cuando se le corta una cabeza, otra vuelve a brotar.

El INEGI lo deja claro: la pobreza por ingresos disminuyó, pero la precariedad estructural permanece. Es la herencia de un mercado laboral asentado en la informalidad y el subempleo. La pregunta de fondo es si los avances podrán convertirse en derechos permanentes o si se reducirán a una tregua en el largo combate por los efectos de los programas sociales. La aritmética de la estadística se enfrenta al lenguaje de la precariedad.

La pobreza, se debe señalar, nunca ha sido un fenómeno exclusivamente económico. La literatura mexicana ha sido el Notario más fiel de ello. Recordemos a Ángel del Campo, “Micrós”, quien a finales del siglo XIX, describió de manera memorable la miseria que germinaba en una capital que se modernizaba de espaldas a los desposeídos. Retrató lavanderas encorvadas en el río, costureras extenuadas, vendedores de pulque apenas sobrevivientes: en crónicas como ¡Pobre viejo! o El Chato Barrios anticipó lo que más tarde registrarían los sociólogos, la pobreza como injusticia estructural que rara vez aparecía en los balances oficiales.

Un siglo después, J. M. Servín, en D.F. Confidencial o Al final del vacío, prolonga esa mirada incómoda. Sus páginas nos llevan por calles y vecindades donde la pobreza se entrelaza con violencia, clandestinidad y desesperanza. Con él, la carencia deja de ser un dato abstracto y se vuelve atmósfera: el olor del transporte público en horas pico, la fatiga de los traslados interminables, la sombra del atraco. Entre Micrós y Servín, la miseria mexicana cambió de escenario, pero no de esencia.

Las cifras y las palabras dialogan en tensión. La estadística afirma: hoy hay menos pobres que ayer. La literatura responde: la pobreza se respira en los rincones ocultos de la ciudad. Entre esos dos lenguajes —el de la medición y el de la narración— se dibuja el verdadero retrato del país.

El anuncio de la presidenta Sheinbaum es loable y merece acompañarse: una tregua, un respiro en medio de un camino largo. Pero como lo advirtieron Micrós y Servín, la pobreza no se extingue: se reinventa. México halló en las cifras un alivio; en la literatura, tiene una advertencia. El reto es que el triunfo no se quede en los porcentajes, sino que un día la miseria deje de ser el destino inevitable de generación a generación. Solo entonces la estadística y la literatura podrán decir lo mismo: que la pobreza, al fin, se reduce y va quedando atrás.