En el agitado escenario político del siglo XXI en Occidente, donde las posiciones se radicalizan y los extremos acaparan titulares, el centro político —ese espacio de diálogo, moderación y construcción democrática— parece estar en peligro de extinción. Lo que en el pasado fue un terreno fértil para los acuerdos y los consensos, hoy se ve asediado por fuerzas populistas que, desde ambos extremos ideológicos, buscan socavar sus cimientos.
La emergencia de líderes de derecha radical como Donald Trump en Estados Unidos, Marine Le Pen en Francia, Jair Bolsonaro en Brasil o el partido AFD en Alemania, refleja una tendencia global: la de utilizar el populismo como estrategia electoral y discursiva para ascender al poder,y posteriormente erosionar los frenos y contrapesos que sostienen a las democracias liberales y centralizar el poder. En Europa, fenómenos como el movimiento 5 Stelle en Italia o los retrocesos democráticos en países del Este como Georgia o Rusia siguen una lógica similar: presentar a la democracia como un sistema ineficaz, lento, incapaz de generar resultados inmediatos.
Este relato, peligroso y seductor a la vez, promueve una falsa dicotomía: democracia o resultados. Pero la realidad es que los resultados duraderos y justos sólo pueden surgir de procesos democráticos sólidos, incluso si estos requieren tiempo y paciencia. Como bien señaló una colega en algún momento: la democracia es un ejercicio de paciencia, porque los acuerdos, los verdaderos, no se imponen: se construyen.
En América Latina, el panorama no es menos preocupante. A los liderazgos de derecha populista se suman gobiernos de izquierda autoritaria como los de Nicaragua y Venezuela, donde el debilitamiento de las instituciones, la persecución a la oposición y la censura se han convertido en norma. Y en El Salvador, Nayib Bukele ha encontrado en el discurso del orden y la eficiencia una vía para concentrar poder a una velocidad vertiginosa.
Pareciera que hoy se exige que se tomen posturas radicales sobre las cuestiones que dividen al mundo, ser de un bando o de otro, sin dar espacio para los matices, y con absoluto ostracismo hacia las posturas del otro, en el mejor de los casos, o ridiculizando y utilizando falacias argumentativas que rebotan en cámaras de eco.
Con la destrucción del centro, no se pierde una ideología, el fenómeno es más profundo: responde a una lógica política que busca polarizar, dividir, destruir los puntos medios. Se reactiva el debate sobre temas que, en teoría, ya estaban superados en sociedades democráticas: los derechos de las minorías; el trato a las personas migrantes; la importancia de la creación y conservación de instituciones; los derechos de las personas LGBT+; por mencionar algunas, se colocan nuevamente en el centro de la discusión, pero no para profundizar en su respeto, sino para cuestionar estos derechos. Se utiliza la polémica como herramienta de marketing electoral y se sacrifica la cohesión social en nombre del rédito político.
En ese contexto, defender el centro político no es una opción nostálgica ni una postura tibia. Es, en realidad, un acto de responsabilidad y valentía democrática. El centro no es ausencia de ideas, es voluntad de diálogo. No es neutralidad, es apuesta por la convivencia.Recuperarlo implica resistir a la lógica de los extremos y reconstruir espacios donde el desacuerdo no sea una amenaza, sino una oportunidad para construir algo mejor.
Porque si dejamos que el centro político desaparezca, lo que se extingue con él no es sólo una posición ideológica, sino la posibilidad misma de una democracia sostenible.