1er. TIEMPO: La fragilidad del pacto de poder. Cuando un Estado confunde el mando con el mando criminal, el sistema entero comienza a temblar. Tal es el caso de Hernán Bermúdez Requena, que era conocido por sus dos alias, “El Abuelo” o el “Comandante H”, cuyo ascenso desde la Secretaría de Seguridad de Tabasco hasta líder de la organización criminal La Barredora, no solo desnuda las fallas institucionales profundas, sino compromete la credibilidad política de quienes lo llevaron ahí. Bermúdez Requena fue detenido en Asunción, Paraguay, en una operación internacional que involucró seguimiento financiero, vigilancia discreta y coordinación entre autoridades mexicanas y paraguayas. No hubo procedimiento de extradición formal, y el gobierno paraguayo optó por la expulsión porque había ingresado sin documentos al país por Brasil. Después de un viaje más largo de lo normal, con paradas de 10 y 11 horas en Bogotá y Tapachula, llegó al aeropuerto de Toluca y de ahí, fue llevado al penal de máxima seguridad de El Altiplano. Este retorno abrupto y poco convencional es simbólico. Reveló, por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum, una urgencia política por mostrar resultados, más allá del escrutinio legal. Lo que quedó claro es que la detención era una señal, quizás involuntaria, de que nadie debe sentirse intocable. Esa decisión parece un búmeran, pues el proceso que apenas comenzó, tiene en el expediente de la Fiscalía de Tabasco nombres de poderosas figuras a nivel nacional, como Adán Augusto López, coordinador de los senadores de Morena, y el diputado Jaime Lastra, que fue jefe de Bermúdez Requena en la Fiscalía de Tabasco, o personas con peso en ese estado, como Enrique Priego Oropeza, presidente del Tribunal Superior de Justicia de Tabasco, y Miguel Cantón Zetina, dueño del Grupo Cantón que edita el diario Tabasco Hoy, que tienen fuertes y viejos lazos con el expresidente Andrés Manuel López Obrador. El proceso contra Bermúdez Requena será como un túnel negro y largo, donde se sabe en dónde comenzó, pero no dónde terminará. El caso del exsecretario de Seguridad no puede comprenderse sin referir al hierro político que lo moldeó: el senador López Hernández, gobernador de Tabasco cuando Bermúdez Requena fue designado secretario de Seguridad en 2019 con el aval de López Obrador. Pero tampoco se entiende sin ver a su promotor original, Audomaro Martínez, el general incondicional de López Obrador que dirigió el Centro Nacional de Inteligencia el sexenio pasado, ni a su gran apoyo, Leonel Cota, que lo empujó desde el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Bermúdez Requena fue intocable hasta que se dio el relevo del gobierno en Tabasco, y se movió en la impunidad pese a que desde 2019 se sabía en el gobierno de López Obrador que estaba vinculado con el crimen organizado. Pero esos datos fueron ignorados, minimizados y descalificados desde la Presidencia. Hoy, la realidad acorrala a quienes lo protegieron y encumbraron. El problema no es solo que Bermúdez Requena haya actuado en las sombras, sino que lo hizo bajo mando institucional. Eso convierte al funcionario en criminal pero también al régimen de López Obrador en cómplice, en una versión deformada de “captura del Estado por el crimen”.
2º. TIEMPO: El momento decisivo. Las acusaciones contra Hernán Bermúdez Requena no pueden ignorarse. El juez de control de Villahermosa determinó la semana pasada vincularlo a proceso por asociación delictuosa, secuestro agravado y extorsión agravada, por lo cual lo dejó en la cárcel. La Fiscalía de Tabasco, en el gobierno de Javier May, incondicional del expresidente Andrés Manuel López Obrador desde hace cuatro décadas, pero adversario político del senador Adán Augusto López desde hace 20 -porque antes era priista-, sostiene que existen datos de prueba suficientes para sostener que, aun desde su cargo público, Bermúdez Requena operaba una estructura criminal paralela. Si se suman las órdenes de aprehensión federales pendientes, el espectro de imputaciones podría escalar, hasta alcanzar penas que suman más de un siglo y medio de prisión. Este caso ha puesto en una encrucijada al gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, y dudas de hasta dónde llegará. Si se trata solo de exhibir culpables menores, su narrativa quedará vacía; si se atreve a hincar la lupa sobre quienes lo impulsaron, el golpe puede reventar las estructuras que la construyeron como política y la llevaron a Palacio Nacional. El costo político es alto: la cercanía entre Bermúdez Requena y López Hernández genera una presión geopolítica dentro del propio movimiento gobernante. ¿Cuánto se puede esconder bajo la etiqueta de “desconocimiento”? ¿Hasta dónde llegará la responsabilidad? Pero, sobre todo, ¿podría impedir que la gangrena llegue al cuerpo de López Obrador? La justicia mexicana y el sistema político que trata de consolidar Sheinbaum se juegan algo más que un expediente, principalmente su autenticidad, su capacidad para exigir normas y sí, en efecto, tiene la voluntad política para ir hasta el fondo de este caso, como ha prometido. La audiencia vinculadora que enfrentó Bermúdez Requena, la órdenes judiciales y esa prisión en El Altiplano, son apenas el inicio de una prueba más agotadora: demostrar que no basta con detener al eslabón visible, si no se persigue la red que le dio entereza. Su caso pone en relieve dos dimensiones clave para el país que gobierna: la crisis institucional de los cuerpos de seguridad, que se nutrió de la insolencia y tolerancia de López Obrador, cuando los guardias del Estado devienen operadores criminales, que erosiona el contrato social, y las conexiones políticas regionales del exfuncionario preso. La cercanía de Bermúdez con actores de poder, en especial con el proyecto morenista en Tabasco, obliga a preguntar si él era lo que se llama “un protegido” o era eslabón de una red más amplia. Que un exsecretario de Seguridad se convierta en líder de una estructura criminal señala el riesgo de que el Estado mismo se integre dentro del delito, no que lo combata. Bermúdez Requena no es una aberración aislada, sino el espejo de un modelo fallido donde las fuerzas del orden muchas veces se confunden con las del crimen organizado. Ese es el fondo de todo este escándalo que tienen a Tabasco en llamas, porque lo que está en juego para Sheinbaum es su credibilidad, su capacidad para imponer su poder presidencial y su habilidad para que, en el eventual escenario de ruptura con su mentor, aunque ella no quiera, pueda mantener la gobernabilidad en su gobierno incipiente frente a un monstruo político sin escrúpulos.
3er. TIEMPO: La sombra del monstruo: El caso de Hernán Bermúdez Requena implica una tensión entre la forma y el fondo, entre las reglas escritas y las prácticas reales, y agrupa, en su esencia, esa contradicción fundamental. Desde su detención en Paraguay y su vinculación a proceso por los delitos de asociación delictuosa, secuestro y extorsión agravados, Bermúdez Requena ha pasado a ocupar un lugar incómodo en el mapa político mexicano, no como víctima ni como héroe, sino como síntoma, porque más allá de la acusación legal, que deberá probarse en los tribunales, hay algo que ya se ha puesto en evidencia: los perímetros del poder en México permiten que un secretario de Seguridad se convierta en actor criminal al mismo tiempo. Y eso obliga a mirar no sólo su destino judicial, sino la trama política que lo sostuvo. Detalles del expediente de la Fiscalía de Tabasco, pero, sobre todo, los correos con información de inteligencia del Ejército hechos públicos por la prensa en 2022, exponen hasta ahora un itinerario de ascendencia delincuencial en cuya génesis figura el nombre de Adán Augusto López Hernández, que como gobernador lo nombró secretario de Seguridad Pública. No es el único responsable político de ello. Andrés Manuel López Obrador, como presidente, firmó el nombramiento. Bermúdez Requena fue llamado al proyecto político estatal para operar las redes con los criminales a fin de pacificar territorios, como encontraron los espías del Ejército, y en esa tarea, convirtió la policía y los cuerpos de seguridad de Tabasco en instrumentos híbridos: estatales y criminales a la vez. El perfil de Bermúdez Requena, que de la mano de uno de los dos grandes grupos políticos de López Obrador en Tabasco durante más de 40 años, se fue introduciendo y fue siendo aceptado en la clase social más alta en Villahermosa, no es el de un delincuente callejero. De acuerdo con las órdenes de aprehensión y las filtraciones a medios, incluso autorizó el asesinato de policías en Tabasco para sofocar crisis de violencia, con la justificación de recuperar control territorial previo a una visita presidencial. Según esa versión, uno de los objetivos había sido neutralizar elementos molestos, eufemismo de “indisciplinados”, dentro de la organización criminal que ya funcionaba bajo su mando, La Barredora. Estas acciones fueron más allá de la corrupción de bajo nivel. Apuntaban a un pacto estructural donde el poder político no sólo toleraba, sino que hacía uso estratégico del brazo criminal, con el robo de combustible, el ganado, la trata, las drogas, y donde los actores del sistema de seguridad, cuya función y responsabilidad era proteger, devinieron operadores clandestinos del control, la extorsión y el terror. Su caso es una prueba de fuego para la justicia mexicana y para quienes detentan el poder político. Si sólo se expone al hombre, y no a la red que le permitió operar, seguiremos avanzando con fragmentos en lugar de soluciones estructurales. No es suficiente desenmascarar al delincuente: hay que exponer la lógica del sistema que le da carne, hueso y libertad. Y en esa exposición, la verdadera tarea del periodismo, del Estado y de la sociedad es obligar a que los nombres no sólo pasen al juzgado, sino al banquillo de la coherencia institucional.
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