A Andy Byron lo aplaudían como el CEO de Astronomer, una empresa de tecnología respetada, moderna, con visión a futuro. Sin embargo, bastaron unos segundos de cámara para convertirlo en un escándalo global. En un concierto de Coldplay, fue captado abrazando íntimamente a una empleada de su empresa. Lo que parecía un momento personal se volvió viral en cuestión de horas. Y, al día siguiente, su renuncia ya era un hecho.
Luego de que el caso escalara e incluso Megan Kerrigan, la esposa de Byron, terminara expuesta y humillada públicamente debido a la infidelidad del CEO, la discusión no tardó en dividirse entre quienes defendían su derecho a la vida privada y quienes argumentaban que un alto ejecutivo no puede escudarse en ese argumento para huir del escrutinio público. ¿Puede alguien con una posición de liderazgo comportarse como desee fuera del horario laboral? ¿O su conducta privada también es una extensión del ethos corporativo que representa?
En este caso, no fue necesario un proceso judicial ni una investigación interna. Bastó con la percepción pública. Astronomer no podía permitirse una imagen de permisividad o desequilibrio ético. Byron tenía el poder —y la visibilidad— suficientes como para que su comportamiento fuese inseparable de la marca. La cultura empresarial de hoy exige coherencia, tanto en las juntas como en los conciertos, en las redes y ante las cámaras de cualquier espectador con un teléfono móvil.
Tal vez Byron no habría renunciado si no hubiera sido él el jefe. Pero precisamente por ser quien era, su caída también es una advertencia: entre más alto se asciende en el organigrama, más borrosa se vuelve la línea entre lo público y lo privado.
¿Privacidad selectiva?
Este debate también alcanzó a Florinda Meza. Desde el estreno de la serie sobre Chespirito en la plataforma Max —una producción que revive la vida y obra de Roberto Gómez Bolaños sin su participación ni consentimiento—, Meza ha lanzado comunicados exigiendo respeto a su privacidad y acusando a los realizadores de lucrar con una historia que le pertenece.
Sin embargo, el argumento tambalea cuando recordamos que Meza fue, por décadas, una figura activa en los medios, en giras, entrevistas y homenajes. Se benefició ampliamente de su lugar en la narrativa pública de El Chavo del 8 y sus derivados. Hoy, esa historia sigue generando interés (y dinero), pero Meza parece exigir control absoluto sobre lo que se cuenta, cómo se cuenta y quién puede contarlo.
En un momento donde el contenido es parte del debate cultural, Meza aparece como víctima de la sobreexposición, pero también como una figura que parece querer los privilegios de la fama sin sus consecuencias.
Batalla de altura
Y, hablando de impacto mediático, México se prepara para un evento que, aunque totalmente distinto, también entrelaza imagen, visibilidad y espectáculo: Supernova Orígenes, un ambicioso proyecto que busca revivir el boxeo a través del entretenimiento.
Con figuras del streaming, peleas mixtas, rostros jóvenes y una apuesta de producción al nivel de La Velada del Año de Ibai Llanos, Supernova, más que una función deportiva, es un evento pensado para las audiencias digitales, los clips virales, el espectáculo total. Pero, a diferencia de otros intentos fallidos por modernizar disciplinas tradicionales, Supernova tiene algo que lo distingue: sí respeta el deporte.
La cartelera del evento, producido por nada menos que Miguel Ángel Fox, incluye a figuras como Alana y Gala Montes, el respaldo de leyendas como Julio César Chávez y una narrativa que, sin traicionar la esencia del box, logra conectar con nuevas generaciones. El evento no busca banalizar el ring, sino revitalizarlo, convertir cada combate en una historia, cada enfrentamiento en una experiencia compartida por millones.
Es, en cierto modo, una respuesta a la época: si todo lo visible es susceptible de análisis, juicio y viralización, que al menos sea en favor del deporte. Que los reflectores se usen para motivar, no sólo para destruir.