En México, la educación pública atraviesa una de sus peores etapas en décadas. La suma de factores estructurales, decisiones gubernamentales desacertadas y una crisis económica y social sin precedentes ha llevado al sistema educativo nacional a un punto crítico. La situación es alarmante: más de un millón de estudiantes han abandonado la educación básica en los recientes años, un hecho sin precedentes desde la Revolución mexicana.
Esta deserción escolar masiva representa no solo un fracaso del Estado en su responsabilidad educativa, sino también un reflejo de la precariedad que enfrentan millones de familias. El informe más reciente del INEGI señala que en el ciclo 2023-2024, aproximadamente 1.2 millones de niñas, niños y adolescentes en edad escolar no se inscribieron por motivos económicos, la necesidad de trabajar o simplemente por la pérdida de interés derivada de la baja calidad educativa.
Los contenidos escolares, por otro lado, han sufrido un proceso de ideologización y empobrecimiento. El rediseño de los libros de texto ha generado una fuerte polémica entre expertos, padres y madres de familia y docentes, quienes han denunciado errores, omisiones y una visión parcializada de la historia y los procesos científicos. La educación ha dejado de ser un vehículo de movilidad social y conocimiento riguroso, para convertirse en un instrumento de adoctrinamiento político en algunos casos, y en otros, simplemente en un trámite sin sustancia.
A la crisis de contenidos se suma la irresponsable decisión de recortar el calendario escolar, limitando aún más las horas efectivas de enseñanza. En lugar de fortalecer los procesos de aprendizaje tras los estragos de la pandemia, la respuesta oficial ha sido reducir el tiempo escolar, sin sustento pedagógico claro. Mientras países con visión de futuro incrementan los días de clase y refuerzan programas de regularización, en México se da la señal contraria: la educación no es prioridad.
Asimismo, los planteles educativos presentan un deterioro evidente. Según datos de la SEP y del Censo de Escuelas, Maestros y Alumnos (CEMABE), más del 33% de las escuelas carecen de servicios básicos como agua potable, drenaje o electricidad. A ello se suma que 4 de cada 10 escuelas públicas requieren rehabilitación urgente por daños estructurales, filtraciones, techos colapsados o mobiliario inservible. Esto sin considerar la inseguridad que impera en muchas regiones del país, lo cual ha obligado al cierre temporal o permanente de cientos de escuelas.
En contraste, el presupuesto educativo ha sido castigado sistemáticamente. Tan solo en 2024, el gasto programado en educación disminuyó 0.6% en términos reales respecto al año anterior. Programas como “Escuelas de Tiempo Completo”, que beneficiaban a más de 3.6 millones de estudiantes, han sido eliminados sin explicación suficiente, dejando un vacío enorme en la alimentación, seguridad y formación integral de los alumnos más vulnerables.
Ante este panorama, todo parece indicar que la educación pública ha dejado de ser un eje prioritario en la agenda del gobierno. Las señales son inequívocas: recorte de presupuesto, abandono de escuelas, deserción escolar histórica, reducción del calendario, precarización del magisterio y una visión pedagógica desarticulada.
El país está hipotecando su futuro. Cada niña o niño que abandona la escuela representa una historia truncada, un talento desperdiciado y una oportunidad perdida para romper el ciclo de la pobreza. Si no se rectifica el rumbo con urgencia, las consecuencias serán devastadoras para las próximas generaciones.
@jlcamachov