Agosto de 2025 marca el cierre de un capítulo fundamental en la historia judicial de México: las últimas sesiones de las Salas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y del Pleno en su integración actual. No es un simple cambio de formato, sino el fin de un ciclo iniciado con la reforma constitucional de 1994, que redujo el número de ministros, creó las Salas como órganos permanentes y colocó a la Corte en el centro del control constitucional y la defensa de los derechos fundamentales.
Aquella reforma nació en un momento de crisis política, con la necesidad de fortalecer contrapesos frente a un presidencialismo hegemónico. El rediseño apostó por independencia, profesionalismo y renovación periódica, con periodos de quince años sin reelección. Desde entonces, ocho presidencias han dejado huella, cerrando con la gestión de Norma Lucía Piña Hernández, primera mujer en encabezar el máximo tribunal y jueza de carrera que defendió la autonomía judicial frente a embates inéditos. En materia de representación de género, la llegada de Loretta Ortiz en 2021 permitió que, por primera vez, cuatro ministras integraran el Pleno. Sin embargo, este avance simbólico se vio empañado por la designación directa de Lenia Batres por el Ejecutivo, sin intervención del Senado, rompiendo un equilibrio institucional que evidenció la fragilidad de las salvaguardas constitucionales ante la voluntad política.
En el tramo final de esta integración, resulta obligado reconocer a quienes, desafiando la presión y la complacencia, defendieron con firmeza la independencia judicial. Ministros como Juan Luis González Alcántara Carrancá y Margarita Ríos Farjat entendieron que su deber no era congraciarse con el poder, sino sostener la Constitución, aun a costa de asumir riesgos políticos y personales. Su ejemplo recuerda que la dignidad del cargo no es negociable.
Durante tres décadas, la SCJN construyó un legado que ensanchó las fronteras de los derechos y libertades en México. Sentencias que obligaron a investigar feminicidios sin prejuicios, que garantizaron que ninguna mujer o persona gestante pudiera ser criminalizada por decidir sobre su cuerpo, que reconocieron el matrimonio igualitario y que fortalecieron libertades en salud, expresión y control de convencionalidad. Este acervo no es solo jurídico: es la base sobre la que descansa nuestra frágil democracia constitucional. Hoy, ese patrimonio enfrenta una amenaza real. Si la justicia se entrega a intereses partidistas, no solo se borrarán nombres; se desmantelarán los estándares que por tres décadas defendieron a las personas frente al abuso del poder.
El 1 de septiembre de 2025 arrancará un modelo incierto, producto de la primera elección popular de jueces, magistrados y ministros celebrada en junio. Lo que se presentó como la gran democratización de la justicia terminó siendo un proceso marcado por el desaseo, la opacidad y la manipulación. El diseño institucional, lejos de blindar la imparcialidad, abrió las puertas a la captura política. El procedimiento estuvo plagado de irregularidades: candidaturas sin perfil judicial mínimo, expedientes con antecedentes cuestionables y campañas que usaron recursos y símbolos públicos. No hubo garantías para un voto libre e informado; la complejidad de las boletas, la falta de pedagogía electoral y la circulación masiva de “recomendaciones de voto” en manos de operadores políticos fueron su sello.
En lugar de inaugurar una etapa de independencia y legitimidad, la elección consolidó la subordinación del nuevo Poder Judicial a intereses partidistas. La autoridad electoral toleró intervenciones indebidas, propaganda disfrazada de información institucional y un clima generalizado de inequidad. Las impugnaciones por coacción del voto, financiamiento opaco e irregularidades graves se resolvieron sin investigaciones de fondo.
El saldo es contundente: el nuevo Poder Judicial nace bajo sospecha, con legitimidad debilitada y la independencia convertida en rehén de la política. La SCJN de 1995-2025 no fue perfecta, pero su papel como garante último de la Constitución es irreemplazable. Su desaparición en el formato que conocimos significa la clausura de un modelo que demostró que la justicia podía ser técnica, independiente y un contrapeso real al poder.
Hoy, mientras la incertidumbre se instala en el centro de la justicia constitucional, la advertencia es clara: lo que puede perderse no es solo una era, sino la posibilidad misma de tener un Poder Judicial que le pertenezca a la Constitución y no al partido en turno.