Ni cambiar el mundo ni volverse millonario. Algo tan simple como entrar a trabajar en la famosa cadena de panaderías La Esperanza, fundada en los setenta por los hermanos Pedro y Francisco Juamperez Barberena, era el sueño de Dan, un chico trans cuya verdadera identidad quedará en el anonimato por motivos de seguridad. Y es que, para él, algo de mágico había en formar parte de un negocio tan familiar, tan casero, tan propio de momentos especiales. Sin embargo, toda esta magia se desmoronó cuando su identidad se volvió un motivo de conflicto dentro del lugar que consideraba su segunda casa.
Dan había encontrado en la panadería algo más que un empleo. Había encontrado pertenencia. La mayoría de sus compañeros lo trataban con respeto, lo llamaban por su nombre elegido y lo reconocían como quien es. Hasta que un día, una compañera decidió ignorar esa identidad y lo llamó por su dead name, el nombre que ya no lo representa. Lo reportó, se habló del tema, y en lugar de recibir apoyo, lo cambiaron de turno. Poco después, otra empleada repitió la agresión. El supervisor, lejos de mediar, le dijo que “provocaba” la situación por no tener una credencial con su nuevo nombre —aunque sabía bien que legalmente no podía modificarla sin un proceso judicial previo—.
El mensaje era claro: en La Esperanza se puede decorar un pastel con colores del orgullo, pero dentro de sus instalaciones, el respeto por la diversidad a veces es ilusorio.
Cuando Dan acudió a recursos humanos, le confirmaron lo que ya sabía: su nombre no podía cambiarse en el sistema, pero sí se comprometieron a mediar con los responsables. Volvió a su sucursal, con la esperanza de que todo mejorara. Sin embargo, la respuesta de su subgerente fue una mezcla de condescendencia y burla. Le dijo que debía ser “resiliente”, que siempre habría personas así y que lo que necesitaba era “ayuda psicológica”. El consejo sonaba menos a empatía que a justificación del maltrato.
Los días siguientes fueron un recordatorio de lo que significa resistir. En las listas de roles y horarios, donde antes se le llamaba Dan, volvieron a escribir su dead name. “No quiero renunciar”, me dijo, “porque no quiero darles la satisfacción de que me afectaron lo suficiente”.
Dan no está pidiendo privilegios. Pide algo tan básico como respeto. Y esa palabra, respeto, parece ser la más frágil en las vitrinas de muchas empresas que presumen inclusión con lemas y logotipos arcoíris cada junio, pero que dentro de sus cocinas o escritorios siguen replicando las violencias más cotidianas.
“Que no cambien su foto de perfil ni digan que son una empresa tolerante si no lo son”, dice Dan con una claridad que duele. “Prefiero que no haya banderas, pero sí acciones”.
Su caso no es único. Tampoco es anecdótico. Lo que vivió expone la distancia entre la retórica y la práctica, entre la política corporativa y la humanidad. Cada gesto de burla, cada omisión, cada credencial que obliga a alguien a cargar con un nombre que ya no le pertenece, es una forma de borrarlo.
En el fondo, el relato de Dan no se trata solo de una panadería ni de un nombre. Se trata del peso que tienen las instituciones —públicas y privadas— en perpetuar o desmontar la discriminación. Y se trata, sobre todo, del daño emocional que dejan esas microviolencias que muchos aún consideran “exageraciones”.
“Solo quiero que se me respete”, dice. Y en esa frase sencilla se resume una lucha que no debería ser necesaria. Porque el respeto no se legisla ni se imprime en un gafete: se demuestra en el trato, en la empatía y en el reconocimiento pleno del otro.