Cada año en estas fechas resulta indefectible efectuar un análisis –más parecido a un parte de guerra–, sobre la violencia con la que se realizan marchas y protestas alrededor del 2 de octubre, que a pesar de sus años y de la innegable evolución del planeta, se rehúsa a dejar de existir.
En ese día se dice que se conmemora a las víctimas de la “masacre estudiantil” ocurrida en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; sin embargo, por el resultado de las convocatorias recurrentes, parecería más bien tratarse de una celebración o reafirmación del anarquismo nacional, con su peor rostro.
Del mismo modo que otras tragedias sucedidas a lo largo de la historia, a las que se han dado cauces análogos, la muerte de estudiantes en el año de 1968 ha sido utilizada como un estandarte que persigue en forma incesante la estigmatización y la culpabilización de toda administración por emplear la fuerza del Estado contra cualquier particular.
A diferencia de lo que ha sucedido en otras latitudes, el movimiento de autoflagelación ha producido efectos que le son beneficiosos a sus cabecillas, pero terriblemente perniciosos contra el gobierno y, en el caso nuestro, también contra nuestra sociedad. Porque la identificación y asociación subconsciente de la violencia y la arbitrariedad con la figura gubernamental, debilita la coercitividad de los actos de la autoridad y carcome el orden público al que toda sociedad civilizada debe estar sometida.
La marcha del jueves pasado superó con creces el grado de brutalidad con la que los manifestantes expresaron su “descontento”. Bien se logra advertir a través de ella un propósito desestabilizador subyacente que se sirvió de la ocasión.
Fue penoso, una vez más, presenciar a través de las imágenes difundidas el indigno dolor y sufrimiento al que se somete a las fuerzas de orden y seguridad, para no dar lugar a que la prensa sensacionalista reviva una imagen de represión estatal que realmente pueda poner en vilo la paz social.
El Secretario de Gobierno advirtió sobre la presencia de provocadores pertenecientes a un “bloque negro”, y salió ante la prensa a hablar de una desestabilización que no puede endosar a una oposición que, hoy, permanece inexistente. Un pronunciamiento que se tropieza consigo mismo.
La posición asumida por el gobierno, de solapar a delincuentes callejeros empoderados por mantras del pasado que se niegan a morir, victimiza a quienes tienen la responsabilidad de velar por la seguridad pública con dignidad.
No ayuda al mejoramiento de nuestras condiciones de vida, la repetición televisada de la imparable imagen de policías y soldados escapando y protegiendo su propia vida de los delincuentes –empíricos y profesionales–, y la de protegidos revoltosos encasillados en un mítico papel de mártires que no tiene en sus postulados ningún hecho cierto de represión antidemocrática que en esta época le dé sustento.
La política de los abrazos y no balazos ha sido eficazmente desmantelada a lo largo de los últimos meses, más que por convicción por conveniente imposición exterior. Sería el colmo que, probada la efectividad del cambio de rumbo, y el beneplácito con el que se recibe, el gobierno no tome nota y cartas en el asunto para terminar de una vez por todas, con muestras de violencia carentes de justificación y eco que sobreviven a lo largo del tiempo. París y Praga, que atravesaron en el año del 68 episodios igualmente históricos y memorables, no dan testimonio de manifestaciones tan bárbaras como la que sufrimos en la Ciudad de México la semana pasada.
El país y el mundo entero atraviesan una etapa de fuertes ajustes que demandan un entendimiento claro del papel primordial que guarda el Estado en el papel de hacer cumplir el orden que impone y el respeto que merece la Ley. No se trata de justificar la violencia del Estado, ni de desubicar del capítulo de la historia que le corresponde a las víctimas del violento desenlace de Tlatelolco; se trata, sencillamente, de retomar con prudencia y objetividad el orden coercitivo del derecho, en manos de órganos de seguridad pública a los que se debe capacitar, a los que se debe responsabilizar, pero a los que también, cuando sea necesario, se les debe permitir actuar.
La ley no es una invitación al cumplimiento opcional de las normas: es un mandato, y su ejecución no puede depender del humor de las multitudes. La coercitividad es, por definición, una cualidad legítima del derecho. Lo que deslegitima a los poderes del Estado no es el uso de la fuerza, sino su uso arbitrario, desproporcionado o vengativo. Pero si la autoridad está bien constituida y actúa dentro de la legalidad, no hay motivo para temer su actuación, sino para exigirla.
La policía no es un objeto de sacrificio colectivo, ni puede ser abandonada a su suerte para el escarnio público. Su función está al servicio de la sociedad, y su dignidad debe protegerse como se protege la de cualquier otro servidor público. Ni mártir, ni verdugo: agente de la ley.