Perversiones

24 de Noviembre de 2025

José Ángel Santiago Ábrego
José Ángel Santiago Ábrego
Licenciado en Derecho por el ITAM y socio de SAI, Derecho & Economía, especializado en litigio administrativo, competencia económica y sectores regulados. Ha sido reconocido por Chambers and Partners Latin America durante nueve años consecutivos y figura en la lista de “Leading individuals” de Legal 500 desde 2019. Es Presidente de la Asociación Nacional de Abogados de Empresa y consejero del Consejo General de la Abogacía Mexicana. Ha sido profesor de amparo en el ITAM. Esta columna refleja su opinión personal.

Perversiones

José Ángel Santiago Ábrego

México y el mundo enfrentan un desgaste importante en la discusión pública. Paulatinamente, hemos dejado de discutir para entender lo que observamos. Hemos abandonado, poco a poco, la voluntad de encontrar ideas que permitan solucionar los problemas que la sociedad enfrenta. Difícilmente concurrimos a la plaza pública con la humildad propia de quien sabe que no lo sabe todo, y es cada vez menos común que lo hagamos bajo la premisa de que otro puede aportarnos elementos de valor que antes no teníamos. Estamos en presencia de una discusión pública que no busca la verdad, sino aprobación y aplauso.

La discusión pública a la que hago referencia está caracterizada por dinámicas tóxicas que, lejos de aportar claridad, acercamiento y solución, confunden y amplían las diferencias entre unos y otros. Naturalmente, este espacio sería insuficiente para abordarlas todas, pero bastará para apuntar algunas y poner de manifiesto una idea central: la discusión pública se ha pervertido.

(1) Dinámica uno: sobresimplificación. Existe una clara tendencia a no reconocer las complejidades detrás de los asuntos públicos. Cada vez más, discutimos a partir de declaraciones, posts, videoclips y mensajes, sin preguntar sobre antecedentes, contextos y circunstancias. No nos tomamos el tiempo de investigar y opinar informadamente. Las redes sociales y los chats de mensajería nos exigen reacción inmediata… con lo que haya. Y desde el temor a ser juzgados por no cumplir las exigencias de la inmediatez, aplaudimos o juzgamos según el objeto de “análisis” resuene con nuestras emociones. Estando ahí, ya la discusión pública se pervierte: nos mueve el gusto por la dopamina.

(2) Dinámica dos: personalización del debate. Como tenemos poca información —o, peor aún, la tenemos, pero decidimos no usarla porque estamos acostumbrados a reaccionar y no a pensar— tenemos pocos argumentos. Los razonamientos lógicos han sido paulatinamente sustituidos por vicios del razonamiento que no solo no abonan, sino que obstaculizan la búsqueda de mejores diagnósticos y soluciones. Se olvida que, en una discusión pública sana, no basta con expresar posición, hay que respaldarla, y que la lógica es la brújula que nos invita a corregir, afinar y modular las opiniones propias.

Así pues, en vez de argumentos, son cada vez más comunes los ataques ad hominem, que buscan desacreditar la idea desacreditando a la persona que la expresa, por ejemplo, apuntando a su incongruencia “moral”. También observamos, con creciente intensidad, que se resta poder a una crítica desagradable trayendo a colación sucesos no vinculados con la discusión que se sostiene, con miras a distraer el foco de la discusión original y aliviar presión (whataboutism). Incluso, observamos cómo, en vez de discutir ideas a partir de hechos ciertos (esto es, con los antecedentes, contexto y circunstancias apropiados), nos limitamos a expresar enojo e indignación porque, inconsciente o deliberadamente, queremos ocupar el pedestal moral para conseguir un poco de relevancia (apelación a la indignación).

(3) Dinámica tres: Grandstanding. Hoy por hoy, gran parte de la discusión pública acaece en entornos virtuales. Esto no es menor, pues cuando el público está presente, los incentivos para contrastar sin ego y construir se diluyen, y se generan condiciones para buscar aprobación. Incentivos para enaltecernos y mostrar a quienes observan nuestras capacidades. Por ello, en entornos como estos, es común ver que tomamos posiciones estridentes, muchas veces incluso sin antecedentes, sin contexto y sin conocimiento. Quizás por ello, las discusiones en redes sociales o a través de grupos de mensajería suelen no llevar a ningún lado, pues son el entorno propicio que incentiva la defensa de la vanidad, no de la verdad.

Las tres dinámicas apuntadas constituyen perversiones de la discusión pública, pues no están encaminadas a alcanzar los objetivos que ésta persigue: tener opiniones informadas y, de ser posible, alcanzar puntos de encuentro entre opiniones divergentes, en beneficio de todas y todos. Con estas dinámicas, el debate público deja de ser un semillero de soluciones pues, para quien las adopta, se trata de sí mismo, no de la colectividad. Se trata de ganar, sin importar que todos pierdan.

Creo, no obstante, que dichas dinámicas son, en realidad, síntomas de un problema más serio, profundo y enquistado: hemos perdido la capacidad de discutir de buena fe. Hemos dejado atrás la intención de construir y abrazar el costo potencial de abandonar las posiciones propias, incluso cuando la lógica y la razón así lo exigen. Hemos, incluso, dejado de conceder a otros el beneficio de la duda, pues no tenemos ni la mente ni el corazón abiertos a que un tercero tenga mejores razones que nosotros.

Así pues, querido lector, obsérvese cuando discuta y pregúntese ¿discuto yo de buena fe?