En los mercados financieros hay un optimismo contagioso alrededor de la inteligencia artificial. El entusiasmo por las empresas que fabrican chips, modelos y centros de datos parte de una premisa: que la IA será adoptada rápidamente por millones de empresas como si se tratara de un dispositivo “plug and play”, algo que basta con enchufar para que empiece a generar valor. Pero esa premisa tiene un problema. La IA no es un accesorio. Es una herramienta que requiere infraestructura. Y como tal, su impacto depende tanto del modelo como de las capacidades internas de quien intenta usarlo.
La evidencia más reciente apunta justamente en esta dirección. El estudio Working with AI de Microsoft Research, que analizó 200 mil conversaciones reales de usuarios de Copilot, muestra que incluso entre quienes ya utilizan IA en contextos laborales, la gran mayoría la emplea sólo para tres tipos de tareas: obtener información, escribir o editar texto, y preparar materiales. Estas son actividades cotidianas, relativamente acotadas, que no requieren que la empresa cambie cómo opera. En otras palabras, la adopción empieza por las orillas, no por el centro del negocio.
Y eso no es un defecto de la tecnología; es un rasgo de la realidad organizacional. Para que la IA realmente transforme el trabajo, las empresas necesitan dos cosas que no se instalan con una licencia: recursos internos y datos estandarizados.
La primera condición es obvia, pero suele minimizarse. Una organización que quiere incorporar IA tiene que contar con equipos capaces de experimentar, integrar, evaluar y corregir. No basta con “activar” un copiloto. Alguien tiene que traducir las necesidades operativas en flujos, definir qué procesos son candidatos a automatizar, medir riesgos, y establecer controles de calidad. Eso cuesta tiempo y dinero. Y requiere talento que muchas empresas no tienen hoy.
La segunda condición es todavía más difícil: los datos. La IA no hace magia con archivos dispersos, bases incompletas o información duplicada. Necesita datos limpios, consistentes, bien gobernados y con un diccionario común. Sin estandarización, la IA produce resultados inconsistentes; sin gobernanza, genera riesgos; sin calidad, amplifica errores. En la práctica, esto implica inversiones en infraestructura, auditorías, clasificación, procesos de actualización y políticas claras de acceso. Es decir: la parte menos glamorosa de la transformación digital.
El estudio de Microsoft confirma este punto. Aunque los modelos ya pueden realizar tareas complejas de análisis o clasificación, los usuarios rara vez se las piden. ¿Por qué? Porque sus datos no están listos. La capacidad técnica existe, pero la capacidad organizacional no. Este desfase explica por qué la adopción empresarial es más lenta de lo que narran los mercados. No es que la IA esté sobrevalorada; es que la curva de absorción es más larga.
La historia económica está llena de ejemplos similares. Con la electrificación, pasaron décadas entre la introducción del motor eléctrico y el salto real en productividad. Las fábricas no crecieron porque la tecnología fuese imperfecta, sino porque tomaba años reorganizar procesos, rediseñar plantas y capacitar personal. La tecnología estaba lista; las empresas no. Hoy ocurre algo parecido. Para muchas organizaciones, la IA generativa aún vive en la fase de experimentos aislados: un área que la usa para redactar correos, otra para preparar informes, otra para documentar procesos. Por ahora no refleja una transformación, quizás tanteo.
La verdadera revolución llegará cuando la IA deje de ser un accesorio y se convierta en parte de la arquitectura operativa: cuando esté integrada en sistemas de aprobación, análisis predictivo, logística, ventas, mantenimiento, riesgos y atención al cliente. Pero para que eso ocurra, las empresas necesitarán más que entusiasmo: necesitarán construir capacidades, invertir en datos y rediseñar cómo trabajan.
El mercado está apostando por la velocidad. Las empresas, en cambio, avanzan con la cautela de quien sabe que no hay atajos. La IA ya dio el salto tecnológico. Ahora falta el salto organizacional. Y ese, como todos los saltos importantes, requiere algo más que apretar un botón: requiere transformar la manera en que pensamos, producimos y decidimos: ahí yace la oportunidad.