El 2026 se acerca, y con él, la cita máxima del fútbol: la Copa del Mundo. México, en una oportunidad histórica, será coanfitrión junto a Estados Unidos y Canadá. Tres ciudades, la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey, se preparan para recibir a la élite del balompié, y con ello, la expectativa por los estadios que serán la sede de este magno evento.
El Estadio Azteca, un coloso de cemento con un aura mística, se erige como el epicentro de la ilusión. Es el único estadio en el mundo que ha sido testigo de dos finales de Copa del Mundo, y que ha visto a los más grandes, de Pelé a Maradona, levantar el trofeo más codiciado. Su sola mención evoca historias de gloria, hazañas legendarias y un amor incondicional por la camiseta. El Azteca es más que un estadio, es un templo sagrado donde el fútbol se vive y se respira con una pasión inigualable.
Sin embargo, detrás del romanticismo y la historia, surge una cruda realidad. El Estadio Azteca, a pesar de su grandeza, necesita una modernización urgente para estar a la altura de un Mundial del siglo XXI. Se habla de una remodelación ambiciosa, pero la pregunta persiste: ¿será suficiente? Y más allá del coloso de Santa Úrsula, los otros estadios sede, el Estadio Akron en Guadalajara y el Estadio BBVA en Monterrey, a pesar de ser de reciente construcción y de contar con instalaciones de vanguardia, también plantean un dilema.
México se ha acostumbrado a inaugurar complejos deportivos de primer nivel que, con el tiempo, caen en el abandono. El Estadio Chivas, en Guadalajara, ahora conocido como Estadio Akron, es un ejemplo de cómo una obra majestuosa puede carecer de la visión para convertirse en un centro deportivo de excelencia que sirva a la comunidad. El Estadio BBVA de los Rayados, en Monterrey, es otro ejemplo de una infraestructura de vanguardia, pero el desafío es que no se convierta en otro “elefante blanco” que solo se usa para los partidos de fútbol.
La inversión en infraestructura deportiva es vital para el desarrollo de un país. No se trata solo de construir estadios, sino de crear complejos deportivos que sean verdaderos centros de alto rendimiento, que fomenten el deporte base, que promuevan la actividad física y que se conviertan en motor de desarrollo social y económico para las comunidades. México tiene una gran oportunidad en 2026 para demostrar que no solo es capaz de construir estadios de élite, sino de mantenerlos y convertirlos en legados duraderos.
El legado del Mundial 2026 en México no se medirá solo por el número de partidos disputados o por la cantidad de turistas que visiten el país. Se medirá por el impacto a largo plazo que la inversión en infraestructura deportiva tendrá en el desarrollo del fútbol mexicano y en la sociedad en general. Es hora de dejar atrás la mediocridad y la falta de visión, y de construir un futuro deportivo sólido y sostenible. El Azteca, el Akron y el BBVA son solo el inicio. El verdadero desafío será que no se conviertan en más “elefantes blancos” en la historia del deporte mexicano.