Cada generación tiene su propio espejismo tecnológico. En el siglo XVII fueron los tulipanes; en el XIX, los ferrocarriles; a finales del XX, las puntocom. Todas estas historias tienen un hilo común: el entusiasmo desbordado que, tarde o temprano, enfrenta la realidad. La pregunta hoy es si la inteligencia artificial (IA) es otra burbuja por estallar o una revolución económica en marcha.
El debate no es menor. La IA ha capturado la imaginación de empresarios, gobiernos y mercados financieros. Sam Altman, director de OpenAI, habló de una inversión global necesaria de hasta 7 billones de dólares para sostener el despliegue de modelos de lenguaje. Para ponerlo en perspectiva: es casi veinte veces lo que costó llevar al hombre a la Luna. Las cifras marean y abren la duda: ¿estamos construyendo el futuro o inflando otra burbuja?
El analista Azeem Azhar propone un marco interesante para distinguir entre un boom y una burbuja. Son cinco indicadores: qué tanto la inversión “duplica” la economía, si los ingresos crecen al ritmo del gasto, la velocidad de ese crecimiento, el nivel de las valuaciones en bolsa y la calidad del financiamiento. Vistos juntos, funcionan como un tablero de avión: ninguna aguja basta por sí sola, pero en conjunto ayudan a orientarnos.
Con ese tablero, la foto de la IA es ambigua. Por un lado, los ingresos globales del sector ya superan los 60 mil millones de dólares, cuando hace apenas cinco años eran prácticamente nulos. El crecimiento es vertiginoso: se estima que se duplican cada año. Empresas de todos los tamaños corren a integrar IA en sus procesos: desde bancos que buscan automatizar reportes hasta fabricantes que optimizan cadenas de suministro. La demanda es tal que, como reconoció el director de Amazon Web Services, los centros de datos “se llenan en cuanto se encienden”.
Por otro lado, la inversión necesaria es gigantesca. Solo en 2025, los grandes proveedores de nube destinarán alrededor de 370 mil millones de dólares a infraestructura: servidores, chips, energía y refrigeración. Eso significa que, por cada dólar de ingreso, el sector está gastando seis en inversión. Históricamente, esa proporción fue de dos a uno en los ferrocarriles y de cuatro a uno en las telecomunicaciones antes de su crisis. Esa tensión es el recordatorio de que no hay auge eterno.
Las valuaciones bursátiles, sin embargo, son más moderadas que en la era puntocom. El índice Nasdaq, de empresas tecnológicas, cotiza con múltiplos de precio/ganancia en torno a 32, menos de la mitad de los niveles que precedieron al desplome del 2000. Dicho de manera simple: es como pagar hoy 32 cafés por adelantado con la esperanza de que cada uno siga valiendo lo mismo o más en el futuro. Y, a diferencia de entonces, hoy las grandes tecnológicas tienen flujos de efectivo inmensos para financiar parte de la expansión sin depender totalmente de deuda especulativa. Esto le da al boom de la IA una base más sólida.
¿Qué significa todo esto para México? Aunque no tenemos centros de datos del tamaño de los de Amazon o Microsoft en Estados Unidos, sí estamos insertos en la cadena. Cada peso invertido en digitalización local —desde mejorar trámites públicos hasta entrenar modelos en español— multiplica el impacto de la IA global. Pero también corremos los riesgos: depender demasiado de plataformas extranjeras o ignorar la regulación de empleo y privacidad.
La disyuntiva “burbuja o revolución” no se resolverá en un año. Lo cierto es que la IA ya está modificando cómo producimos, trabajamos y nos relacionamos. La clave está en si esos cambios se traducen en productividad duradera o quedan en promesas infladas. Como en todo auge, habrá ganadores y perdedores. La diferencia está en anticipar hacia qué lado se inclina la balanza y en no dejar que México llegue tarde a la discusión.
Porque al final, distinguir entre una burbuja y una revolución no es un lujo académico. Es lo que marcará si este ciclo de inversión en IA será recordado como otro espejismo o como el inicio de una nueva era económica.