Inmiscible (segunda)

27 de Octubre de 2025

José Ángel Santiago Ábrego
José Ángel Santiago Ábrego
Licenciado en Derecho por el ITAM y socio de SAI, Derecho & Economía, especializado en litigio administrativo, competencia económica y sectores regulados. Ha sido reconocido por Chambers and Partners Latin America durante nueve años consecutivos y figura en la lista de “Leading individuals” de Legal 500 desde 2019. Es Presidente de la Asociación Nacional de Abogados de Empresa y consejero del Consejo General de la Abogacía Mexicana. Ha sido profesor de amparo en el ITAM. Esta columna refleja su opinión personal.

Inmiscible (segunda)

José Ángel Santiago Ábrego

Las abogadas y abogados no somos meros prestadores de servicios que compiten unos con otros para ganar clientes y asuntos. En realidad, desempeñamos funciones primordiales en una sociedad civilizada. Con nuestra intervención, ayudamos a que se conozcan las leyes y contribuimos a que la conducta de los gobernados sea congruente con ellas (esto, no solo reduce los riesgos de sanción para los clientes, sino que propicia el respeto a los intereses de la colectividad y a derechos de tercero). De igual forma, al digerir los casos y presentarlos frente a un tribunal, contribuimos a que se resuelva a partir de hechos ciertos y precisos, y a que se consideren alternativas de interpretación —probatoria y normativa— que muchas veces redundan en beneficio general (esto propicia mejores sentencias y mayor confianza en jueces, reduciendo incentivos para hacer justicia por propia mano). Por ello, cada vez que se asesina a un abogado con motivo de su función profesional, se lacera el mecanismo que hemos tardado décadas en construir para no vivir a merced de la arbitrariedad del más fuerte.

Es muy común, sin embargo, que la primera reacción frente a los asesinatos sea la de acusar… al abogado. Muchas veces, por tomar asuntos de personas peligrosas o políticamente expuestas. Muchas otras, por tomar asuntos altamente impopulares o vinculados con delitos de alto impacto. “¿Qué esperábamos, si representaba a ese delincuente?”, juzgan. “¿Quién se mete a ese tipo de casos?”, sentencian. No obstante, cuando miramos de cerca, podemos advertir que tales aproximaciones dicen mucho acerca de la cultura cívica y legal que aún no tenemos. ¿Por qué?

(1) Porque todo acusado tiene derecho a la presunción de inocencia, esto es, a ser tratados como inocentes a menos que exista una sentencia firme que estime que la prueba de cargo es suficiente para condenar. Y este derecho opera no solo en el marco de un proceso judicial, sino también fuera de él, lo que proyecta deberes hacia medios de comunicación, empleadores y, por supuesto, defensores. Su debido respeto está en interés de todos para evitar que sea el poder en turno o, incluso, la aclamación popular, la que determine de antemano la culpabilidad de alguien (incluso la de un inocente), que el día de mañana podría ser usted. Nótese que la legitimidad de la presunción de inocencia trae necesariamente aparejada la legitimidad del cumplimiento de la obligación de trato que ésta impone (incluyendo a los abogados).

(2) Porque todo acusado tiene derecho a una defensa. Y este derecho humano no depende de la evidencia que pueda haber en contra de alguien por la comisión de algún delito. De hecho, asiste incluso a quienes fueron detenidos en flagrancia (esto es, con las manos en la masa) o grabados cometiendo la conducta típica (la calificada como delito por la ley). Lo anterior, pues siempre puede haber razones poderosas que excluyan responsabilidad (e.g., legítima defensa) o atenúen las sanciones (e.g., error de prohibición vencible). Por tanto, el derecho a la defensa mucho menos se pierde por la opinión pública acerca de la reputación de un determinado ciudadano, ni ante acusaciones de conducta reprochable. De no ser así, todos —justos y villanos— estaríamos expuestos a juicios sumarios donde la culpabilidad estaría determinada de antemano por el poder en turno (lo que, además, sería contrario a la presunción de inocencia). Nótese que, en la medida en la que esta protección es constitucionalmente legítima, también lo es la función de abogacía que la hace posible.

(3) Porque los abogados tienen derecho a no ser identificados con sus clientes ni con las causas de sus clientes como consecuencia del desempeño de sus funciones. Así lo prevén los Principios Básicos sobre la Función de los Abogados. Sin esta protección, se haría imposible el derecho a la defensa, pues los defensores estarían expuestos no solo a procesos análogos a los de sus clientes, sino también a ataques, amenazas, interferencias y violencia. En otras palabras, no respetar este derecho es comprometer el derecho de defensa que, a su vez, es indispensable para garantizar la presunción de inocencia y, en última instancia, vivir en un Estado donde no impere la arbitrariedad.

Con esto en mente, salta a la vista lo delicado y estructural que es el asesinato de abogados (pues lesiona gravemente la aspiración que, como sociedad, debiésemos tener a resolver nuestros conflictos sin autotutela). También se hace evidente que la gravedad de estos crímenes no es menor debido a la causa o los clientes que se defiendan. Por ello, es crucial que las autoridades sancionen con especial severidad este tipo de casos. Y el que haya quien sostenga, en un determinado asunto, que la víctima, lejos de realizar funciones de abogacía, actuaba como delincuente, no es razón que exima a la autoridad de cumplir su obligación constitucional de investigar y perseguir a quienes cometan homicidio, pues es precisamente en dicha investigación donde habrá de determinarse si el caso en cuestión tiene o no el componente profesional de por medio.