La fiesta y la realidad

9 de Diciembre de 2025

La fiesta y la realidad

Brenda Peña

Brenda Peña.

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EjeCentral

Las plazas llenas son una imagen poderosa: comunican fuerza, control y respaldo. El Zócalo convertido en escenario de fiesta política no es nuevo en la historia de México, pero sí lo es el contraste que hoy provoca. La conmemoración de los siete años de la llamada Cuarta Transformación fue menos un aniversario y más una demostración de músculo político, en un país donde la realidad cotidiana sigue marcada por la inseguridad, la precariedad y una sensación persistente de incertidumbre.

Sería injusto negar que el proyecto de gobierno ha mostrado avances concretos. Uno de los más visibles ha sido el incremento sostenido del salario mínimo, que pasó de 88.36 pesos diarios en 2018 a más de 300 pesos en la actualidad, de acuerdo con cifras oficiales. También se ha mantenido una inflación relativamente contenida, incluso durante los años más críticos de la pandemia, y una estabilidad macroeconómica sin crisis de deuda o desequilibrios financieros mayores. A ello se suma el fortalecimiento de los programas sociales de transferencia directa, que hoy benefician a millones de adultos mayores, jóvenes y estudiantes, así como la continuidad de grandes proyectos de infraestructura.

El discurso político fue previsible: defensa del proyecto, apelaciones constantes al “pueblo” y llamados a cerrar filas. Se reiteraron logros en materia de bienestar e infraestructura. Son datos verificables. Pero la pregunta incómoda sigue ahí: ¿son suficientes estos avances para hablar de una transformación real y profunda del país?

Mientras desde el templete se hablaba de bienestar, el país seguía enfrentando problemáticas que no se han resuelto. Los homicidios dolosos continúan siendo una constante en amplias regiones del territorio, la presencia del crimen organizado no ha disminuido de manera significativa y la percepción de inseguridad permanece alta. A esto se suma que la informalidad laboral sigue afectando a millones de personas que trabajan sin seguridad social ni estabilidad económica, lo que limita el impacto real de los avances macroeconómicos.

La otra cara de estos actos multitudinarios es su utilidad política. No son solo celebraciones; son mensajes. Mensajes hacia la oposición, hacia los sectores críticos, pero también hacia el interior del propio movimiento. Mostrar capacidad de movilización es una forma de reafirmar liderazgo, disciplinar estructuras internas y advertir que el poder sigue firme. En ese sentido, el mitin fue más un ejercicio de reafirmación política que un balance honesto de resultados.

La duda central persiste: ¿qué se está celebrando realmente? ¿El número de personas en la plaza o los indicadores palpables de bienestar? Gobernar no es llenar espacios públicos de banderas y consignas, sino vaciar de miedo, carencias y desigualdad la vida cotidiana de la gente. La transformación, si es auténtica, no se mide en decibeles ni en aplausos, sino en realidades tangibles.

Siete años después, México sigue esperando respuestas claras en temas fundamentales: seguridad, crecimiento económico sostenido, acceso real a servicios de salud de calidad y oportunidades para millones de jóvenes. Sin cambios estructurales, estas celebraciones corren el riesgo de convertirse en rituales de autoafirmación, más que en ejercicios genuinos de rendición de cuentas.

Tal vez el verdadero acto de valentía política no sea llenar una plaza, sino reconocer que aún existe una deuda profunda con millones de mexicanos. Y solo cuando esa deuda empiece a saldarse, entonces sí, habrá algo auténtico que celebrar.