El asesinato de Jesús Israel, estudiante del CCH Sur, no fue solo un crimen dentro de un plantel de la UNAM, fue la manifestación más visible de una cultura que se incubó en internet y que hoy empieza a permear en México con consecuencias mortales. Lex Ashton, el joven de 19 años que lo atacó, no surgió de la nada. Era parte de la cultura incel, un universo de foros, lenguajes y códigos donde se normaliza la misoginia, el resentimiento y la violencia.
Ashton no escondía sus pensamientos. En redes se describía como “escoria” y usaba términos propios del argot incel; “chads”, para referirse a los hombres exitosos y atractivos; “foids”, para reducir a las mujeres a simples objetos. En su lógica, no era responsable de sus frustraciones; lo era un sistema donde otros disfrutaban de lo que a él le estaba negado. Esa narrativa, tejida en foros digitales, terminó por convertirse en acción cuando la vida de un estudiante de 16 años quedó truncada por un discurso de odio que encontró eco y comunidad.
Lo más alarmante es lo que vino después. En las últimas semanas, en distintos planteles de la UNAM han aparecido notas de amenaza, mensajes en redes y hasta falsas alarmas de bomba. Lo que parecía un caso aislado se transformó en un recordatorio de que estos discursos tienen respaldo, que existen jóvenes que se sienten parte de una comunidad incel y que hoy ven en Ashton una especie de mártir. Ante la incertidumbre, varias facultades y preparatorias entraron en paro o migraron a clases en línea. El miedo se extendió mucho más allá del CCH Sur.
No es un fenómeno exclusivo de México. Desde hace más de una década, en Estados Unidos y Canadá se han registrado asesinatos cometidos por jóvenes incels que convirtieron su frustración en masacres. Pero lo inquietante es que la misma narrativa ya germina aquí: influencers como El Temach, con millones de seguidores, normalizan la victimización masculina y refuerzan la idea de que las mujeres son responsables de las carencias emocionales de los hombres. El discurso no siempre es abiertamente violento, pero sí establece un marco mental en el que la frustración se canaliza hacia el odio.
La precarización también juega un papel clave. Jóvenes que ven cada vez más lejano el acceso a la educación, al empleo y a un futuro digno, encuentran refugio en comunidades que les prometen identidad, pertenencia y una explicación simple a su malestar: culpar a las mujeres, a los feministas, a los “otros”. La ecuación es peligrosa porque convierte el dolor personal en un arma política y, en el camino, genera sujetos dispuestos a la violencia.
La UNAM vive hoy un momento crítico. Más allá de reforzar la seguridad física en los planteles, lo urgente es atender la salud mental y emocional de los estudiantes. La aparición de amenazas, reales o falsas, refleja que la comunidad está herida, temerosa y vulnerable. No basta con cerrar aulas; es necesario abrir espacios de diálogo, construir referentes masculinos distintos y trabajar desde la educación en masculinidades cuidadoras, empáticas y libres de violencia.
El caso Ashton es un llamado de alerta. No se trata únicamente de un joven que tomó un cuchillo. Como sociedad, no podemos evadir que es tan solo la punta de un iceberg que creció en foros digitales, que se alimentó del abandono social y que hoy amenaza con normalizar la violencia misógina en nuestras escuelas. Si algo nos enseña este crimen es que la cultura incel no es una moda pasajera ni un simple lenguaje juvenil. Es un síntoma de los tiempos y un riesgo que no podemos seguir ignorando.
Si la semilla del odio sigue germinando en silencio, lo ocurrido en el CCH Sur será apenas el comienzo.