Durante años, en América Latina existió una verdad casi sagrada: la derecha era el enemigo a vencer. Un adversario moralmente cuestionable, símbolo de épocas duras que la narrativa progresista aprovechó para presentarse como alternativa ética. Pero las ideologías no son eternas; los resultados sí. Y hoy, lo que está agotado no es la derecha: es la izquierda que gobernó durante demasiado tiempo sin cumplir lo esencial.
La región vive un reacomodo profundo. Países donde la izquierda parecía inamovible dieron un vuelco: en Argentina, Javier Milei llegó al poder con una promesa de ruptura total; en El Salvador, Nayib Bukele convirtió la seguridad en un modelo exportable; en Ecuador, Daniel Noboa impulsa una centroderecha pragmática; en Paraguay, Santiago Peña sostiene una tradición conservadora; y en Bolivia, Rodrigo Paz Pereira destrabó casi dos décadas de hegemonía del MAS, un proyecto sostenido alrededor de Evo Morales, que terminó derrumbándose bajo su propio desgaste.
Un caso aparte es Uruguay, donde Yamandú Orsi devolvió al Frente Amplio al poder. No genera tendencia continental: solo recuerda que la región nunca se mueve en línea recta. Algo parecido ocurre con Brasil, donde Luiz Inácio Lula da Silva conserva ventaja electoral rumbo a 2026, pero enfrenta un desgaste visible: caída en aprobación, tensiones con un Congreso dominado por fuerzas conservadoras, escándalos dentro de su coalición y un clima de inseguridad urbana que erosiona la credibilidad de su gobierno. Brasil podría mantenerse en la izquierda, pero no está inmune al hartazgo que recorre Sudamérica.
Nadie afirma que los nuevos gobiernos de derecha sean perfectos. No lo son. Cometen errores, tensan instituciones y generan polémicas. Pero incluso con sus fallas, pintan mejor que los gobiernos que dejaron atrás: estructuras agotadas, corruptas e incapaces de garantizar seguridad, crecimiento o estabilidad mínima. La explicación del giro es sencilla: inseguridad, corrupción y falta de oportunidades. La ciudadanía dejó de votar por ideología y empezó a votar por supervivencia. En un continente fatigado, la promesa de orden pesa más que cualquier etiqueta.
Chile y Colombia confirman ese patrón. En Chile, el gobierno de Gabriel Boric llegó con entusiasmo generacional, pero la inseguridad terminó por consumir la narrativa: crimen organizado, violencia cotidiana y migración desbordada empujaron a muchos hacia José Antonio Kast. En Colombia, Gustavo Petro enfrenta una crisis similar: violencia persistente, expansión del crimen y una gobernabilidad frágil que compromete su proyecto rumbo a 2026. Y en medio del mapa regional, el desastre irreversible de dos regímenes ya inocultables, la Venezuela de Nicolás Maduro y la Cuba de Miguel Díaz-Canel, recuerda que el fracaso también tiene ideología. Cuando un gobierno necesita vigilancia externa, como la presión abierta de Donald Trump y Marco Rubio para forzar la salida de Maduro, es porque ya perdió su legitimidad interna.
La derecha actual no es la derecha rígida de los años noventa. Es híbrida, adaptable, ruidosa o técnica según convenga. La izquierda, en cambio, perdió su narrativa moral. Aquella superioridad ética que presumió durante décadas se desmoronó entre escándalos, burocracias envejecidas y gobiernos que fallaron en lo básico: ofrecer seguridad, crecimiento y confianza pública.
Y México no es una excepción dentro de este reacomodo continental. Con Claudia Sheinbaum, el país no ha cambiado de carril, pero la realidad golpea más rápido que el discurso. El desgaste interno de Morena ya no se puede ocultar: el partido dejó de avanzar y ahora se defiende. La inseguridad persiste en niveles críticos, la corrupción se normalizó y amplias zonas del país operan bajo reglas impuestas por grupos criminales que sustituyen funciones del Estado. El Congreso no necesariamente responde a la Presidencia, y esos desacuerdos pueden convertirse en un desgaste acelerado. La ciudadanía se hartó de la transformación permanente: ya no quiere epopeyas; quiere soluciones. La oposición, aunque debilitada, observa cómo el hartazgo abre espacios que antes parecían cerrados. Mientras tanto, las instituciones electorales ya no transmiten confianza automática. Y cuando los árbitros generan dudas, la vigilancia ciudadana se vuelve indispensable.
Si América Latina ya está cambiando el rumbo, ¿cuánto falta para que la tendencia alcance a México?