En pleno siglo XXI, cuando el debate sobre la igualdad de género, la representación y la autonomía de las mujeres ocupa, con justicia, un lugar central, Miss Universo insiste en presentarse como una plataforma de empoderamiento femenino. La organización, fundada en 1952 y hoy copropiedad de JKN Global Group y de Legacy Holding Group, defiende su certamen como un espacio donde “la belleza con propósito” convive con el liderazgo y la inteligencia. Sin embargo, esa narrativa se tambalea frente a una pregunta que persiste desde hace décadas: ¿puede un concurso que evalúa a mujeres desfilando en traje de baño, tacones y vestidos ajustados proclamarse como un modelo contemporáneo de empoderamiento?
Más allá de los discursos oficiales, el formato del certamen ha cambiado muy poco. Aunque ha incorporado evaluaciones sobre proyectos sociales y entrevistas que buscan destacar la elocuencia de las participantes, el eje sigue siendo estético. Las rondas en vestido de noche y traje de baño continúan siendo parte central de la competencia. ¿Cómo conciliar esto con la idea de que la inteligencia, la capacidad de liderazgo o el impacto comunitario son los criterios determinantes? Si la preparación académica o el activismo fueran realmente los factores más importantes, no habría razón para que el cuerpo, y específicamente su exhibición bajo estándares de belleza comerciales, siguiera siendo un filtro indispensable.
Sus defensores suelen argumentar que Miss Universo evoluciona con la sociedad. Citan como ejemplo la inclusión de participantes casadas, con hijos o de diferentes identidades de género. Y es cierto: estas decisiones reflejan un intento por responder a demandas históricas. Pero la estructura del certamen continúa promoviendo una competencia entre mujeres basada en parámetros visuales, incluso cuando intenta suavizar ese enfoque con discursos inspiradores. El mensaje es contradictorio: podemos hablar de empoderamiento, siempre y cuando entremos en el molde.
La permanencia de estos concursos también plantea otra cuestión: ¿a quién beneficia su existencia? No es un secreto que Miss Universo es, ante todo, un negocio internacional que mueve patrocinios, franquicias y derechos de transmisión. Su narrativa de “empoderamiento” funciona muy bien en términos comerciales, pero no necesariamente responde a las discusiones actuales sobre representación, igualdad o agencia femenina.
En una época en la que las mujeres luchan por condiciones laborales justas, seguridad, visibilidad política y libertad sobre sus cuerpos, resulta legítimo preguntarse si un certamen que pide posar en traje de baño ante millones de espectadores puede seguir considerándose relevante. Tal vez la verdadera evolución no consista en modernizar el maquillaje del concurso, sino en aceptar que ya no necesitamos ese tipo de escenarios para valorar a las mujeres.