Hay noches en México que parecen no pertenecer del todo al calendario, sino a un teatro secreto donde el país representa sus propias obsesiones. La coronación de una reina de belleza es una de ellas. Tiene algo de rito antiguo, algo de feria pública, algo de intriga palaciega. Vicente Alonso lo supo descifrar en su novela La noche de las reinas: esos certámenes son espejos deformantes donde la Nación se mira a sí misma buscando aprobación, estatus, perdón o futuro. No son noches inocentes; son noches cargadas de símbolos, silencios y negociaciones que empiezan mucho antes de que se enciendan las cámaras.
Vicente Alonso retrata ese momento previo a la coronación —la respiración contenida tras bambalinas, el olor de los aerosoles, el murmullo de los maquillistas, el nervio que se cuela como un hilo eléctrico— y muestra que la competencia real no ocurre en la pasarela sino en las alianzas formadas detrás: empresarios, patrocinadores, operadores que saben que una corona puede abrir puertas, limpiar imágenes o reforzar agendas. En el libro, la reina es menos personaje que pretexto: un catalizador de fuerzas políticas y económicas que se disputan la narrativa de un país siempre ansioso de volverse moderno.
Ese hallazgo resulta crucial para entender el aura que ha acompañado históricamente a las ganadoras mexicanas. Desde las primeras coronas televisadas hasta las que surgieron en plena era neoliberal, cada reina cargó una investidura doble: la brillante, la pública, la del vestido impecable… y la otra, la invisible, la que pesa y se negocia en oficinas discretas. Ahí donde Lupita Jones fue leída como signo de modernización salinista —un México que buscaba barnizarse de cosmopolitismo mientras firmaba el TLC— Ximena Navarrete se convirtió, en 2010, en un respiro para un país sofocado por la violencia. La corona funcionó como bálsamo, como relato alternativo: un México capaz todavía de producir armonía en pleno desconcierto nacional por la “Guerra contra el Narco”.
Después vendría Andrea Meza, en 2021, coronada en un país transformado por el discurso de derechos y la redefinición del papel de las mujeres. Pero incluso ese triunfo, celebrado como signo de modernidad, convivió con tensiones corporativas, contratos opacos y expectativas públicas que rebasaban cualquier escenario. La belleza, en México, nunca llega sola: siempre arrastra política, expectativas y lecturas ideológicas.
Por eso La noche de las reinas resuena con tal precisión hoy: su tesis —que detrás del glamur late un sistema donde ambición y conveniencia se rozan— sigue viva, casi intacta.
Es bajo esa premisa que irrumpe ahora el caso de Fátima Bosh. En estos días —días de rumores, renuncias de jueces, sospechas, vínculos empresariales y políticos, además de cuestionamientos sobre la legitimidad del veredicto— su nombre se volvió eco del mismo mecanismo que Vicente Alonso expone: basta que una joven destaque para que inmediatamente el país la inscriba en un tablero donde política y negocios se confunden.
Nuestras reinas siempre han sido interpretadas como señales. Si vienen de cierta región, representan poder local. Si tienen tal apellido, sugieren conexiones. Si el fallo es polémico, se habla de intervención gubernamental, real o imaginada. Y en esa zona difusa —donde el rumor pesa más que la evidencia— se construye el aura que define a cada generación.
El caso de Fátima Bosh no es excepción, sino continuidad. Lo que sorprende no es la polémica que la envuelve, sino que nos sorprenda. Ella, con su porte y presencia escénica, camina entre dos fuegos. Los rumores la acusan de representar intereses ajenos; su belleza innegable la coloca en un lugar al que solo unas cuantas llegan. Lleva la corona visible… y la otra, la que no pidió pero que ahora deberá cargar.
Y entonces el país se divide: los que ven conspiración, los que ven mérito, los que ven oportunidad, los que ven manipulación. Pero quizá el dilema profundo es otro: ¿por qué seguimos usando a nuestras reinas como barómetros del poder?
La noche de las reinas concluye que esas coronaciones son, en el fondo, metáforas nacionales. Quizá por eso estas noches nos fascinan: porque bajo la mirada atenta del país se escenifica un drama más grande que la corona. Es el drama de un país que todavía no decide si sus símbolos son aspiraciones… o advertencias.
Y mientras Fátima sonríe en las fotos oficiales, uno comprende que la historia apenas murmura su primer capítulo. Porque en México las coronas no terminan en la frente, sino que siguen a quien las porta como sombra que alarga el camino. Y quizá eso sea lo verdadero: que cada reina encarna, sin proponérselo, el anhelo y el sobresalto de un país que todavía busca en un rostro ajeno la señal de su propio destino.