México en Clave Z

19 de Noviembre de 2025

Julieta Mendoza
Julieta Mendoza
Profesional en comunicación con más de 20 años de experiencia. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y tiene dos maestrías en Comunicación Política y Pública y en Educación Sistémica. Ha trabajado como conductora, redactora, reportera y comentarista en medios como el Senado de la República y la Secretaría de Educación Pública. Durante 17 años, condujo el noticiero “Antena Radio” en el IMER. Actualmente, también enseña en la Universidad Panamericana y ofrece asesoría en voz e imagen a diversos profesionales.

México en Clave Z

Julieta Mendoza - columna

La marcha de la llamada “Generación Z” del pasado sábado no fue un episodio menor: fue, en pocas horas, un concentrado de tensiones sociales, batalla narrativa y prueba de resistencia de las formas tradicionales de movilización política en México. Lo ocurrido (convocatorias en varias ciudades, enfrentamientos en el Zócalo y reclamos por la seguridad pública) exige un análisis que combine datos duros con el marco de la sociología política juvenil.

En términos cuantitativos, las coberturas periodísticas registraron movilizaciones en más de 30 ciudades y concentraciones masivas en la Ciudad de México, con rutas que partieron del Ángel de la Independencia hacia el Zócalo. En la capital, distintas fuentes reportaron miles de participantes; cifras provisionales que circulan en prensa cifran la asistencia en rangos altos y hablan de incidentes con un saldo de decenas de heridos y detenciones. Estas cifras, aunque cambiantes, muestran que no fue un acto aislado ni escasamente concurrido.

Pero los números solo cuentan una parte de la historia. El fenómeno es doble: por un lado, evidencia la capacidad de movilización de jóvenes que se reconocen bajo etiquetas generacionales y utilizan redes digitales para coordinar salidas y narrativas; por otro, expone la fragilidad de esas coaliciones cuando se mezclan actores externos, agendas políticas tradicionales y campañas de desinformación. El propio gobierno federal ha señalado la existencia de una operación digital y de recursos económicos detrás de la convocatoria, una acusación que introduce dudas sobre la espontaneidad y la autorrepresentación del movimiento.

Desde la sociología, esto plantea dos líneas interpretativas complementarias. La primera es la emergencia de lo que podríamos llamar “activismo performativo conectado”: jóvenes que canalizan indignaciones reales —miedo a la violencia, impunidad, angustia por el futuro— a través de formatos y símbolos propios (memes, iconografías de la cultura pop, consignas virales). Esa performatividad facilita la adhesión rápida, pero a la vez la hace vulnerable a apropiaciones. La segunda línea es la politización por contagio: cuando actores institucionales o económicos perciben una oportunidad, tienden a infiltrar recursos, mensajes o liderazgos, lo que a su vez contamina la autenticidad percibida del movimiento y abruma sus horizontes reivindicativos.

El balance pasa por reconocer que la movilización —independientemente de quién la financie o la orqueste— sirvió para visibilizar un malestar social real. Las crónicas y reportes coinciden en que uno de los discursos centrales fue la exigencia de medidas contra la violencia y la inseguridad, temas que ocupan el primer lugar entre las preocupaciones ciudadanas según encuestas recientes. Sin embargo, la ausencia de demandas claras, coordinadas y sostenibles convierte la protesta en una ráfaga capaz de encender la conversación pública pero incapaz de traducirse en políticas públicas concretas sin organización posterior.

Hay también una dimensión institucional crítica: el manejo del orden público. Los enfrentamientos con policías, la quema o derribo de vallas y el saldo de lesionados y detenidos revelan una falta de canales de interlocución institucional que permitan canalizar protestas juveniles sin que deriven en violencia. La respuesta del Estado —que incluyó señalamientos sobre financiamientos y campañas de desinformación— tiende a securitizar el debate y a desplazarlo hacia la investigación de orígenes en vez de atender los reclamos de fondo.

¿Qué sigue? El evento plantea una lección para políticos, organizaciones civiles y para los propios jóvenes: la movilización digital y presencial funciona, pero su eficacia política depende de la claridad de demandas, de la capacidad de organización post-marcha y de la resistencia a la cooptación. Podría definirse como un recordatorio de que las generaciones no son agentes monolíticos: la “Generación Z” no es un bloque homogéneo, sino un conjunto de identidades y prácticas que pueden articularse alrededor de objetivos concretos o dispersarse en consignas emotivas.

Lo importante es plantear si estas expresiones juveniles serán puente hacia reformas reales —en seguridad, justicia y políticas de inclusión— o si se convertirán en noticias de coyuntura, repetidas y finalmente neutralizadas por el ruido político. La respuesta depende, sobre todo, de la capacidad de convertir indignación en instituciones de participación que escalen más alto.