En los últimos años, el debate migratorio en América Latina ha transitado de la emergencia a la integración. Sin embargo, lo escuchado en el Foro Mundial sobre Migración y Desarrollo celebrado la semana pasada en Riohacha, Colombia, confirma una tensión persistente: hablamos mucho de derechos, cohesión social y desarrollo, pero seguimos atrapados en diagnósticos repetitivos y poco aterrizados en la práctica.
Las cifras mencionadas en el foro son claras: más del 85% de la migración en la región es intrarregional. No se trata de un fenómeno externo, sino de un movimiento profundamente latinoamericano que hoy involucra a más de 16 millones de personas. La regularización no puede ser un obstáculo ni una condición de acceso a derechos. Mas bien, debería ser una autopista hacia la integración, acompañada de acceso a derechos como la salud, educación, inclusión financiera y trabajo digno.
El caso colombiano es paradigmático: regularizar a más de dos millones de venezolanos como política de Estado mostró que es posible innovar en medio de la crisis. Pero también evidenció lo costoso y frágil que resulta el proceso si no se sostiene en el tiempo con políticas públicas que integren a todas las áreas y niveles de gobierno, así como a la sociedad civil, academia y sector privado. Aquí es donde entran las ciudades que demuestran que la migración se juega en lo local. Son los gobiernos municipales quienes lidian con el acceso a vivienda, servicios básicos y programas de inserción laboral sin tener siempre las competencias ni los recursos. Quizás el federalismo latinoamericano nos obliga a pensar en cómo articular lo nacional y lo local sin caer en el vacío de responsabilidades y división de recursos.
En este sistema federal, en México hay innovaciones que no necesariamente requieren de grandes presupuestos. Tlaxcala encontró una vía para dispensar la apostilla en casos de vulnerabilidad y garantizar el derecho a la identidad. Una medida práctica, con impacto inmediato, que evita convertir la burocracia en esa constante barrera. Si bien existen avances propuestos para las legislaciones, es preocupante que sigamos sin atrevernos a discutir lo complejo: ¿cómo sostener financieramente la inclusión?, ¿cómo replantear el rol de las remesas como potencial inversión en las comunidades?, o ¿cómo diseñar políticas de retorno con enfoque de género para que las mujeres no pierdan su autonomía?
La migración no debe verse solo como un problema a gestionar, sino como un motor de desarrollo económico y social. Reconocerla como fenómeno estructural y transversal que redefine nuestras sociedades es el primer paso. Lo demás, negarlo o reducirlo a un trámite burocrático, es simplemente postergar lo inevitable.