1ER. TIEMPO: La línea entre la medicina y la tragedia. Turnhout es una pequeña ciudad en la región flamenca en Bélgica, no lejos de Amberes. Ahí nació Paul Janssen en 1926, cuando tenía 35 mil habitantes. No ha crecido mucho desde entonces, apenas unos 10 mil más, y no tendría fama mundial de no haber sido su hijo, un químico, farmacólogo y médico de profesión, con un don para inventar medicinas, quien revolucionó la medicina. En 1959, a los 33 años, en un pequeño laboratorio de Beerse, donde al terminar su servicio militar fundó su propia empresa, Janssen Pharmaceuticals, a seis kilómetros de donde nació, buscaba un analgésico más potente que la morfina. No buscaba adicción, ni mercado negro, ni tragedias. Buscaba innovación médica. El resultado fue el fentanilo: un opioide sintético cien veces más potente que la morfina, más seguro para cirugías de alta complejidad y más eficiente para aliviar el dolor extremo. La medicina aplaudió. La industria farmacéutica olfateó negocio: el gigante estadounidense Johnson & Johnson compró una parte y hasta hoy la multinacional en la que se convirtió Janssen Pharmaceuticals, sigue siendo su filial. Definitivamente, el futuro parecía prometedor. Al otro lado del Atlántico, en Nueva York, otro médico, Arthur Sackler, que había incursionado con éxito en la mercadotecnia farmacéutica desarrollando las ventas directas, estaba consolidando junto con sus hermanos Mortimer y Raymond, una compañía que adquirieron en 1952, la Purdue Frederick, que entre otras medicinas vendía MS Contin, un anestésico con morfina, cuyo nombre evolucionó años después a Purdue Pharma, que quedará para siempre asociado, de manera negativa, con su medicina OxyContin, que introdujeron al mercado en 1995, combinando la morfina con la oxicodona, un opioide semisintético. Así como recibieron el fentanilo en el mundo como un gran anestésico que mitigaba el dolor, en Estados Unidos abrieron la puerta a la OxyContin, que produjo ventas en su primer año en el mercado por 45 millones de dólares, pero seis años después, generó más de mil millones de dólares de ingresos. Junto con esto, comenzaron a morir miles de estadounidenses por sobredosis, al menos la mitad por opiáceos. Purdue Pharma entró en problemas legales. Para 2019 recibieron casi tres mil demandas presentadas por 24 estados de la Unión Americana, que para poder enfrentarlas, se tuvo que declarar en bancarrota. Janssen, que tuvo más de 100 patentes y escribió sobre 800 artículos científicos, se retiró de la vida productiva diaria en 1991, y culminó su vida con un lugar en la historia. Para los Sackler, la historia los trató totalmente diferente: en 1919, la Galería Nacional de Retratos y la Galería Tate, de Londres, anunciaron que no volverían a aceptar donaciones de la familia. El Louvre, en París, borró su asociación con los Sackler. Los museos Metropolitano, Guggenheim e Historia Natural, también dejaron de recibir donaciones donde estuviera involucrada Purdue Pharma. Y en 2021, el Metropolitano retiró el nombre de la familia de las siete salas que lo llevaban. La línea que separaba la medicina de la tragedia resultó tan fina como un grano de polvo.
2DO. TIEMPO: La mutación de un veneno. Una dosis de fentanilo puede medirse en microgramos, y basta una cantidad equivalente a unos pocos granos de sal para apagar la vida de un adulto. Esa característica, que lo hacía tan eficaz en quirófanos por su potencia y rápida absorción, fue la misma que convirtió al fentanilo en la droga letal de elección para los cárteles mexicanos. La mutación del fentanilo de herramienta quirúrgica a veneno callejero no fue inmediata. Llegó en oleadas. Primero, en la década de 1990, cuando los opioides recetados como OxyContin abrieron la puerta a una generación de adictos. Después, a mediados de los 2000, cuando laboratorios clandestinos en México comenzaron a replicar la molécula y venderla a través de redes de distribución de heroína. Finalmente, a partir de 2013, cuando laboratorios chinos inundaron el mercado estadounidense con análogos más potentes, camuflados en pedidos de correo y mezclados con metanfetaminas y cocaína. La historia del fentanilo es, también, la historia de cómo un invento médico viaja por un túnel subterráneo hasta convertirse en mercancía criminal. En los 70’s y 80’s, su vida transcurría dentro de hospitales y clínicas, administrado por anestesiólogos, medido al microgramo y vigilado con celo. La molécula que Paul Janssen había registrado como Sublimaze no tenía cabida fuera de un quirófano. Pero el mundo cambió cuando la industria farmacéutica empezó a ampliar sus usos. En los 90’s, con el lanzamiento de los parches Duragesic y las piruletas Actiq, el fentanilo salió discretamente de la sala de operaciones y entró en farmacias y hogares. El argumento era sólido: controlar el dolor de pacientes terminales. Pero la facilidad de transporte y la potencia de la sustancia abrieron grietas, y por esas grietas empezaron a colarse robos, desviaciones y ventas en el mercado negro. La primera gran señal de alarma llegó en 2006, cuando un laboratorio clandestino en Toluca, en el estado de México, fue desmantelado después de vincularse con un brote de sobredosis en Chicago y Detroit. No sabían los agentes federales de Investigación qué tipo de droga era, porque no era heroína ni cocaína. Lo enviaron a Quántico, a los laboratorios de la DEA. El resultado les llegó: era fentanilo puro, producido en cantidades industriales y cortado con polvo de talco para multiplicar las ganancias. Aquella operación, dirigida por un químico mexicano entrenado en laboratorios legítimos, marcó un antes y un después. La DEA detectó que los cargamentos llegaban a Estados Unidos por rutas ya dominadas por los cárteles de Sinaloa y de Tijuana. El negocio era perfecto: transportar un kilo de fentanilo, con un valor callejero de miles de dólares, era mucho más fácil que mover heroína, y las penas legales por su tráfico aún no eran tan severas. A partir de 2013, el escenario se transformó radicalmente. Los cárteles dejaron de depender de laboratorios locales y comenzaron a importar directamente precursores desde China. Con esos químicos, en cocinas improvisadas de Sinaloa y Michoacán, producían fentanilo listo para mezclarse con heroína o prensarse en pastillas falsificadas de oxicodona. El producto viajaba en tráileres, aviones privados, contenedores marítimos o simplemente en la mochila de un “mula” que cruzaba la frontera. El salto estaba completo: el fentanilo ya no era un medicamento que se desviaba; era un producto diseñado desde su origen para el mercado ilegal. El mismo polvo que nació en un laboratorio belga para salvar vidas se había convertido, en manos de los cárteles, en la mercancía más rentable y letal del siglo XXI.
3ER. TIEMPO: La alianza química no pactada. Cuando en 2013 los cargamentos de fentanilo empezaron a llegar a Estados Unidos disfrazados de medicamentos, suplementos o productos industriales, en realidad no era la mano invisible del mercado la que movía las piezas, sino una red tangible y calculada que conectaba dos mundos: laboratorios clandestinos en China y cocinas improvisadas en México. En China, la producción era legal o semiclandestina, y la laxitud regulatoria permitía a los fabricantes modificar ligeramente la fórmula molecular del fentanilo para evadir las listas de sustancias controladas. Un cambio de un grupo químico aquí, una variación en la cadena de carbono allá. El resultado era un nuevo compuesto que, técnicamente, no estaba prohibido, pero que mantenía una potencia igual o superior al original. Desde ciudades como Wuhan y Shanghái, toneladas de precursores químicos y análogos terminaban en el puerto de Hong Kong o en contenedores rumbo a Manzanillo y Lázaro Cárdenas. A veces viajaban por la vía postal, en cajas tan pequeñas que cabían en una mochila; otras, en cargamentos industriales camuflados como fertilizantes, tintes o suplementos alimenticios. En México, el cártel de Sinaloa fue el primero en entender que no necesitaba importar el fentanilo terminado. Le bastaba con recibir NPP y 4-ANPP, precursores que podían convertirse en fentanilo con un par de reacciones químicas en un laboratorio improvisado. La inversión era mínima y las ganancias, astronómicas. Un kilo de precursor podía transformarse en decenas de miles de dosis listas para cruzar la frontera. La alianza fue involuntaria en un principio: los chinos vendían al mejor postor y los cárteles compraban a quien menos preguntas hiciera. Pero con el tiempo se convirtió en un vínculo estratégico. Las redes de distribución mexicanas ofrecían un acceso único al mayor mercado de opioides del mundo: Estados Unidos. Los fabricantes chinos aportaban materia prima, know-how y un flujo constante de variantes químicas para esquivar la ley. En 2018, bajo presión del primer gobierno de Donald Trump, China anunció que prohibiría toda la clase de compuestos tipo fentanilo. El golpe fue mediático, porque en el terreno apenas se sintió. Los envíos simplemente cambiaron de ruta: ahora salían desde países vecinos o se fragmentaban en múltiples paquetes para despistar a las aduanas. Los puertos mexicanos siguieron recibiendo contenedores sospechosos, y las aduanas, con recursos limitados y presiones políticas, apenas podían inspeccionar una fracción mínima. Al año siguiente, con el gobierno de Joe Biden, las cosas cambiaron radicalmente para México. La epidemia de los opiáceos en ese país, y las crecientes comunidades de zombies que comenzaron a asomarse en las calles de San Francisco y Filadelfia, detonaron las presiones contra el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, cuyo desdén, negligencia y falta de visión de largo plazo, provocó una profundización del conflicto entre ambos países, que arrastró a su sucesora, Claudia Sheinbaum, que está teniendo que enfrentar la furia de Trump, de regreso en la Casa Blanca, y ceder ante sus amenazas de invadir México. El fentanilo había dejado de ser solo un producto, y se convirtió en una industria criminal multinacional con sucursales invisibles. Si algo nos enseña esta historia es que, en el laboratorio, los inventos no tienen moral; el juicio viene después, cuando la química se cruza con la ambición y la impunidad.
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