Uno de los grandes flagelos que ha azotado a la humanidad es la corrupción. Ha existido desde hace siglos y los esfuerzos para combatirla han tenido altibajos. En la actualidad pareciera que en muchos países, como el nuestro, este problema se está incrementando. A mi juicio, lo que ocurre es que la sociedad, organizada o individualmente, los medios de comunicación y a veces las propias autoridades están dando mayor difusión a los hechos.
El problema no es exclusivo de nuestro país; basta con observar lo que sucede, por ejemplo, con el presidente de Ucrania, con políticos en España, las denuncias contra el propio Donald Trump, y así podríamos seguir recorriendo el mundo.
En México el tema está cobrando una relevancia inusitada, comparable con lo que se vivió en algunos regímenes priistas o panistas. Esto se debe a la débil actuación frente a hechos irregulares, muchos de los cuales constituyen delitos, y de los que no se sabe si se están investigando ni cuáles son los resultados de tales investigaciones.
Últimamente no hay día en que no haya una denuncia pública sobre algún hecho irregular que, a primera vista, puede parecer muy grave o no tanto, dependiendo de las apreciaciones personales y de los hechos concretos. Y aquí radica uno de los mayores problemas en esta materia: si se empieza a decidir qué tan grave es un hecho irregular ya vamos mal, porque la consideración no debería depender de si se robaron millones o si simplemente el funcionario dejó de actuar como debía, incluso sin tomar un solo peso.
Los servidores públicos deben cumplir con lo que establecen las distintas leyes y sobre todo ser honrados, y los encargados de vigilar ese cumplimiento deben actuar en consecuencia, sin importar el rango, la persona, ni el contexto: sólo el hecho. Y eso no está ocurriendo hoy en nuestro país.
La gente ya empieza a hartarse ante tanta corrupción que se publica, que aparece en redes sociales o que circula como rumor. Además, estamos viendo un fenómeno adicional que, sin duda, iba a suceder: el involucramiento de militares en hechos de corrupción.
La transparencia, que es un elemento básico en estos temas, ha dejado muchas dudas desde el régimen pasado, el cual enarboló como bandera la lucha contra la corrupción. Incluso el famoso “pañuelo blanco” resultó un fracaso, y los hechos lo están demostrando. Por ejemplo, la facilidad con que tanto el gobierno anterior como el actual utilizan el argumento de la seguridad nacional en sus adquisiciones u obras para impedir que se conozca cómo se actuó. Sería comprensible si se tratara de la adquisición de armamento o la construcción de penales, pero fuera de esos casos no se entiende por qué.
Lo que vemos todos los días, servidores públicos y miembros de partidos políticos en viajes al extranjero, con relojes caros, vestidos de lujo, etc., parece un mal menor. Sí, puede que lo hayan pagado con su dinero bien habido, pero en muchos casos es imposible comprobarlo.
Y uno de los mayores problemas es cuando la gente ve que no se hace nada, que no se castiga o que, incluso, se protege a los responsables. La famosa frase de los llamados representantes populares de “No estás solo” debería estar inscrita en los muros del Congreso como una de nuestras mayores vergüenzas.
Cuando en el mundo académico se plagian tesis o los funcionarios cometen actos contrarios a la ley y se cree que no son graves, o cuando, según los medios, el órgano que sustituye al INAI resuelve negativamente el 99% de las solicitudes, estamos en problemas.
Este gobierno tiene la virtud real de contar con una Presidenta honrada y consciente de la necesidad de actuar -como ella dice- “con humildad y como servidora del pueblo”, pero los órganos encargados del combate a la corrupción deben actuar en consecuencia, cosa que hasta ahora no ha ocurrido.