Todos hemos escuchado la frase: “No pongas todos los huevos en la misma canasta.” Suena a sabiduría popular, pero pocos la aplican con la seriedad que merece, sobre todo cuando hablamos de nuestro patrimonio. En México, donde lo político y lo económico conviven con una volatilidad casi permanente, diversificar no es sólo una estrategia: es una necesidad.
Muchos mexicanos viven, trabajan, generan ingresos y tienen todos sus activos… en México. En pesos. En cuentas locales. En propiedades en México. Esa concentración, que muchas veces ocurre por comodidad o por desconocimiento, es en realidad una exposición total al riesgo país. Y cuando todo depende de una sola geografía, una sola moneda y un solo sistema, cualquier sacudida local puede derrumbar años de esfuerzo en un instante.
Diversificar significa abrir el portafolio al mundo. Invertir en distintas clases de activos, en diferentes monedas, y en jurisdicciones donde el marco legal y fiscal ofrezca estabilidad y reglas claras. Significa que si algo pasa aquí, no todo se cae allá.
Entre todas las alternativas para diversificar, los bienes raíces son una de las más sólidas. Pero hay que entenderlos desde una nueva óptica: la casa donde vivimos no es una inversión, es un gasto emocional. No genera rentas, no se puede vender fácilmente, y su valor depende muchas veces de condiciones muy locales. En cambio, un activo inmobiliario de inversión es aquel que produce flujo, que se aprecia con el tiempo y que puede liquidarse con relativa facilidad.
El problema es que muchas propiedades en México —especialmente en zonas urbanas densas como la Ciudad de México— hoy están atrapadas en un mercado congelado. La oferta supera por mucho la demanda, la liquidez es baja, y vender puede tardar meses o años. Tener el patrimonio atrapado en ladrillos que no producen o no producen lo suficiente, en muchos casos, da una falsa sensación de seguridad.
En contraste, países como Estados Unidos ofrecen un entorno más estable: mercados profundos, alta demanda de renta, acceso a financiamiento, institucionalidad legal, y un dólar que históricamente se fortalece frente al peso. Es ahí donde el ladrillo se convierte en verdadero activo.
Ahora bien, ¿cómo luce un portafolio verdaderamente diversificado? Firmas globales como UBS o Morgan Stanley coinciden en una fórmula general que muchos inversionistas sofisticados siguen:
- 30% a 40% en deuda o instrumentos de renta fija (bonos gubernamentales, deuda corporativa, etc.).
- 30% a 40% en activos alternativos, y dentro de estos, al menos 30% del 40% está en bienes raíces institucionales.
- El resto en activos de riesgo, como acciones listadas o inversiones en mercados emergentes.
Este enfoque busca combinar estabilidad (deuda), rentabilidad ajustada al riesgo (activos alternativos) y crecimiento (acciones). Y sobre todo, busca que el portafolio esté preparado para navegar ciclos, crisis, recesiones y booms sin depender de una sola variable.
Diversificar no es simplemente abrir muchas cuentas o tener propiedades en distintas colonias. Es un acto de responsabilidad patrimonial. Es entender que no somos dueños del futuro, pero sí de nuestras decisiones. Y en un mundo donde lo incierto es la única constante, tener un portafolio que pueda resistir distintos escenarios es más valioso que cualquier pronóstico.
En resumen, diversificar no es huir. Es proteger. Es anticiparse. Es tomar el control de lo único que verdaderamente podemos controlar: cómo, dónde y en qué invertimos nuestro tiempo y nuestro dinero.