La existencia misma del Estado gira en torno de las necesidades de la especie humana y la escasez de recursos. Siendo la propiedad un derecho humano por excelencia, ésta se desdibuja cuando el bien sobre el que recae es indispensable para una colectividad. Si bien el aire y la tierra existen en abundancia suficiente, no ocurre lo mismo con el agua. La falta de líquido y su carácter vital para el hombre conducen necesariamente a su gobierno y control. Surge entonces la pregunta: ¿hasta qué punto debe intervenir el Estado en la regulación del agua como insumo esencial para la vida y el desarrollo?
La semana pasada se aprobó en la Cámara de Senadores el Dictamen por el que se expide una nueva regulación nacional en materia de aguas. Como todo nuevo orden jurídico, admite análisis y opinión, críticas y observaciones que enriquecen el debate y anticipan lo que, más adelante, habrá de examinarse por parte de nuestros tribunales.
Un aspecto positivo que se desprende de la ley podría encontrarse en el reconocimiento del agua –o del acceso a ella– como un Derecho Humano y no como un simple recurso patrimonial; un nuevo paradigma que lo armoniza con lo dispuesto en el artículo 4º de la Constitución Federal.
Por otra parte, la nueva ley establece un sistema de jerarquías para el acceso al agua, privilegiando su uso doméstico, urbano y comunitario sobre su uso productivo –industrial, agrícola y energético–, el cual queda subordinado a su disponibilidad. Esta posición jerárquica favorece el entendimiento del abasto para consumo vital como prioridad, relegando a un segundo plano la visión económica que, en ciertos casos, podría interferir negativamente en el proceso distributivo del recurso.
También se incorporan nuevas sanciones y penas para quienes cometan faltas o delitos en materia hídrica, como la explotación ilegal, el acaparamiento, el desvío del recurso, la manipulación de infraestructura o la contaminación grave de mantos acuíferos y cuerpos de agua. La amenaza punitiva contra el mal uso o aprovechamiento indebido del recurso constituye una medida inhibitoria que el Estado podría emplear para garantizar su adecuada administración y, en última instancia, su abasto.
Sin embargo, pueden identificarse aspectos negativos. La administración total del recurso termina quedando en manos del Estado, que con la nueva ley asume una rectoría absoluta sobre el agua, un poder que –como otros casos lo demuestran– puede convertirse en un instrumento profundamente corruptor.
Aunado a esta administración concentrada del recurso sobre el cual se erige un Derecho Humano, la ley incorpora un régimen concesionario sujeto a vigencias más cortas, condición que estorba y desincentiva la inversión en proyectos altamente demandantes de agua, particularmente en su vertiente de uso productivo. En ese sentido, ¿no podría la falta de inversión en infraestructura hídrica convertirse en un factor que, lejos de mejorar el uso, afecte su prudencia y, consiguientemente, su preservación para fines vitales?
La incorporación de derechos colectivos en la asignación de concesiones introduce un esquema redistributivo con perspectiva social que desalienta el aprovechamiento económico del recurso, en detrimento de actividades que pueden generar capital necesario para la construcción de infraestructura. Además, puede convertirse en un instrumento electoral, al conferir al gobierno una función popular que, como ha sucedido antes, puede terminar siendo terriblemente ineficiente.
El nuevo diseño normativo, pese a su sensibilidad al tratarse de un recurso esencial para el ser humano y para el campo, no resulta particularmente novedoso. Regímenes similares para la administración de recursos escasos con incidencia social ya existen –o han existido– en otros ámbitos económicos, como las vías generales de comunicación y las telecomunicaciones.
Los criterios que la SCJN ha desarrollado en materia de áreas concesionadas con evidente función social imponen al Estado un papel imparcial, neutro y equitativo, que se ha logrado mediante órganos gubernamentales dotados de plena autonomía constitucional. No será el caso de la Comisión Nacional del Agua.
En la administración y construcción del nuevo régimen jurídico y social alrededor del agua, los principios son muy humanos en el papel, pero pueden transformarse en herramientas políticas terriblemente perversas si se aplican de manera incorrecta.
El paso ya está dado; la buena fe está por demostrarse. La realidad terminará por imponerse, y la eficacia del Derecho Humano que tutela al recurso escaso definirá si las decisiones estatistas asumidas por el partido en el poder fueron, o no, las adecuadas para un país que, dividido en la polémica, exige con estridencia: Justicia para el Campo.