Claudia Sheinbaum mando un mensaje que buscó marcar el tono de su administración: austeridad como principio rector. Lo dijo con la intención de contrastar su estilo con la imagen de algunos militantes y dirigentes de su movimiento que, en últimas fechas, fueron vistos viajando por el mundo, luciendo relojes de lujo y degustando banquetes fastuosos.
Pero, el llamado fue recibido con tibieza por sus destinatarios. El senador Gerardo Fernández Noroña se justificó interpretando el principio juarista de “La honrada medianía”, argumentando que la austeridad republicana solo aplica a las arcas públicas, no al bolsillo privado de los funcionarios que, en su caso, tienen derecho a gastar sus ingresos como mejor les plazca.
Esa distancia entre el discurso y la realidad no es nueva. Y el cine mexicano, espejo que no siempre halaga, lo ha retratado con especial precisión. Tres películas de Luis Estrada —La Ley de Herodes, El Infierno y La Dictadura Perfecta— dibujaron el perfil de una clase política capaz de acomodarse a cualquier régimen, desde el priismo más autoritario hasta las alternancias de escaparate. Hoy, con otro partido en el poder, la pregunta inevitable es si llegará el momento en que sus figuras sean llevadas a la pantalla con la misma mordacidad.
Para entender cómo el cine ha llegado a ser este espejo, hay que regresar a sus orígenes, el cine en México nació, paradójicamente, cerca del poder. El 15 de agosto de 1896, se realizó la primera proyección para un reducido grupo de invitados del presidente Porfirio Díaz. Algunos días después, se llevó a cabo la función pública. Desde entonces, la política y el cine se han cruzado en un vaivén de adulación, propaganda y crítica.
Durante el porfiriato, la cámara fue herramienta de prestigio. Los noticieros mostraban al presidente inaugurando rutas de ferrocarriles o recibiendo a visitantes ilustres. Después, en el México posrevolucionario, el cine se convirtió en un instrumento de cohesión nacional. La llamada “época de oro” no sólo fabricó ídolos como Pedro Infante o María Félix; también reforzó la narrativa oficial de un país en progreso, donde el presidente aparecía como garante del orden y la modernidad.
Pero en los años setenta y ochenta, con la crisis económica y el desencanto social, surgió otro registro: el cine urbano, áspero, de denuncia. Filmes como El apando o Canoa mostraron las fisuras del sistema, la violencia de Estado y la corrupción cotidiana. El público ya no veía en la pantalla la versión heroica del gobernante, sino las sombras del poder.
Luis Estrada retomó esa veta a finales de los noventa, combinando sátira y farsa para exhibir el pacto de cinismo de la clase política. Con La Ley de Herodes (1999) retrató la improvisación y corrupción; en El Infierno (2010) llevó la crítica al terreno de los vínculos de algunos políticos con grupos ilícitos; y con La Dictadura Perfecta (2014) se adentró en la relación perversa entre medios de comunicación masiva y gobierno. El golpe era parejo: nadie quedaba a salvo.
Ese es el espejo en el que, tarde o temprano, la clase política que hoy está en escena será dibujada. La historia enseña que todo partido que se asienta en el poder genera su propia iconografía: residencias y viajes que contradicen la narrativa de empatía con los más pobres. En el siglo XXI, las redes sociales aceleran ese escrutinio: una fotografía, un video o un tuit pueden ser la chispa de un guion cinematográfico.
Por eso, el llamado de Sheinbaum a la austeridad no es sólo un gesto político; es también un intento de blindar su imagen ante el juicio implacable del archivo visual que la historia acumula. Si el cine de Estrada u otro heredero de su estilo decide algún día contar este capítulo, no partirá de comunicados oficiales, sino de esas imágenes que revelan más de lo que se quisiera.
En 1896, Porfirio Díaz quedó fascinado por el cinematógrafo de los hermanos Lumière. Más de un siglo después, el poder sigue seducido —y observado— por la pantalla. El cine puede ser homenaje o sátira, propaganda o denuncia, pero siempre deja un testimonio que escapa al control de quien lo protagoniza.
De ahí la vigencia de aquella frase atribuida a Carlos Hank González: “Un político pobre es un pobre político”. El cine mexicano, con su memoria larga y su humor a veces duro, en algún momento habrá de recordárnoslo. Y quizá, dentro de algunos años, cuando se proyecte la película sobre esta época, el público vuelva a reír, indignarse o asentir ante una verdad incómoda: en México, la política y el cine se escriben con la misma tinta, la de la memoria implacable.