A nueve meses del silbatazo inaugural, la Ciudad de México se despereza bajo la mirada del mundo. Cada calle, cada colonia, contiene el aliento, como si supiera que será observada por millones de ojos ajenos. El Estadio Azteca, todavía cercado por andamios y maquinaria, quiere volver a brillar como en sus mejores días. En las avenidas, los baches se multiplican como heridas abiertas; las lluvias anegan calles y patios; en los pasillos del Metro, los usuarios se preguntan si el transporte y el aeropuerto resistirán el alud de visitantes. La ciudad, acostumbrada a las prisas y a la improvisación, se mira al espejo y descubre que ya debería lavarse el rostro para recibir al mundo.
No es la primera vez. En 1970, la capital se convirtió en el corazón del planeta durante un mes. El Azteca fue escenario del llamado Partido del Siglo: Italia y Alemania Occidental se disputaron un duelo inolvidable. Bajo el cielo de junio, Pelé se elevó como un dios del balón y dejó su huella en la memoria colectiva. Ese Mundial sorprendió además por la modernidad tecnológica: fue el primero transmitido a color y con repeticiones en cámara lenta, acercando al espectador como nunca a la jugada y proyectando a México como país pionero en televisión global. El Tri no levantó la copa, pero Ignacio Basaguren “El Fraile” —suplente que entró contra El Salvador para anotar un gol inesperado— se convirtió en símbolo de orgullo local. La ciudad, todavía joven, ofrecía al mundo la calidez de su gente y la promesa de modernidad.
Dieciséis años después, tras el sismo de 1985, el Mundial volvió como desafío. El Azteca se transformó en altar de Diego Armando Maradona: la Mano de Dios y el Gol del Siglo se gestaron sobre su césped. También fue el torneo en que la Ciudad de México mostró temple admirable: emergió de entre escombros. El equipo nacional, con Hugo Sánchez, sostuvo un partido a tú por tú con Alemania, aunque la suerte se inclinara hacia los europeos. En las tribunas resonaban porras, se mezclaban aromas de tacos y tortas, y el país entero se aferraba a la ilusión de que el fútbol podía devolver la esperanza. La ciudad herida se presentó al mundo con vitalidad conmovedora y su talante de guerrera.
Hoy, en 2026, la historia vuelve a llamar a la puerta. El reto no es menor: rehabilitar el Azteca, acondicionar vialidades, asegurar transporte y servicios, garantizar seguridad. Los visitantes esperan más que estadios. La ciudad deberá ofrecer sus mejores galas: memoria prehispánica y virreinal, murales, mercados, vida nocturna, diversidad y modernidad.
Pero la realidad interpone sombras. Las lluvias convierten avenidas en ríos, el Metro cierra estaciones al menor desbordamiento, las fugas de agua y los hundimientos arruinan promesas de pavimento nuevo. Los programas oficiales anuncian baches reparados, pero cada vecino sabe que al tapar unos surgen otros. La pregunta flota en el aire: ¿podrán la ciudad y el gobierno sostener el peso de millones de miradas cuando aún batallan con lo cotidiano?
En 1970 y 1986 México ofreció estadios espléndidos y una capital hospitalaria; hoy enfrenta baches, socavones, inundaciones y transporte colapsado. Nueve meses son un suspiro en la escala de una urbe donde gravitan veintidós millones de habitantes. Aun así, la Ciudad con su gente tiene la capacidad de reinventarse. Como en los mundiales anteriores, la fiesta no solo estará en las canchas, sino en los mercados donde los visitantes probarán guisados locales, en los barrios donde se escuchará música de sonidero, en los museos que recordarán a quienes vinieron antes; ahí también se vivirán encuentros memorables.
Aunque el balón rodará hasta junio, la ciudad y su gobierno ya juegan un encuentro decisivo. Deben superar el caos cotidiano: solo así el mundo volverá a admirarla. Si no, quedará la lección de que un torneo no basta para cubrir las grietas de una metrópoli. La víspera del Mundial es también un examen de grandeza o improvisación: de la Ciudad de los Palacios a la Ciudad de los Socavones.
Cuando el árbitro sople el silbato y las cámaras del planeta se enciendan, lo que veremos no será solo fútbol. Será la Ciudad despertando ante los ojos del mundo, con su historia y sus heridas, con su esplendor y sus grietas. Y acaso entonces descubramos que la verdadera victoria no se mide en goles, sino en la capacidad de una ciudad de reconocerse, de abrir los brazos y decir: estamos listos para recibir a los emisarios de todo el mundo. Primera llamada… ¡primera llamada!