En el incesante flujo de información que caracteriza a nuestra era digital, las plataformas y redes sociales se han convertido en espacios de socialización, expresión, información y, muchas veces, de identidad. Sin embargo, lo que al principio prometía conexión, comunidad y voz, hoy nos revela también los contornos de una realidad compleja y cada vez más preocupante. Me refiero a la progresiva disolución de la privacidad personal que nos ubica frente a una ineludible pregunta que trasciende la técnica y nos interpela como sociedades: ¿quién controla realmente nuestros datos personales en las redes sociales?
La respuesta no es tan sencilla como pensar en las y los usuarios como soberanos respecto de su información, ni en las grandes plataformas como simples intermediarias. Lo que se encuentra en juego no es solamente un contrato de adhesión o una determinada política de privacidad; en el fondo, se trata del equilibrio o balance entre libertades, derechos fundamentales, intereses corporativos y estructuras tecnológicas que, por su propio origen y diseño, privilegian la acumulación, el procesamiento y la monetización de la información personal. Así es, la arquitectura de estas plataformas está diseñada para extraer valor de nuestra atención, interacciones, gestos digitales y demás elementos de nuestra actividad en línea que dejan una huella indeleble.
La autodeterminación informativa, entendida como el derecho de toda persona a decidir libremente sobre el uso y destino de sus datos personales, se ve erosionada cuando los entornos digitales imponen reglas unilaterales, nos hacen convivir con algoritmos opacos y prácticas invasivas. Este derecho, que parecía una conquista del constitucionalismo moderno, requiere hoy una nueva narrativa, más audaz y visionaria. Una nueva descripción que nos permita reconfigurar los límites de lo jurídico ante la omnipresencia tecnológica de lo digital.
Las redes sociales funcionan bajo modelos de negocio que encuentran su fuente de riqueza en la masiva recolección de nuestros datos: lo que nos gusta o desagrada, lo que compartimos, lo que vemos y hasta lo que escribimos, inclusive lo que borramos. Estas plataformas construyen perfiles tan invisibles como precisos que alimentan a algoritmos que predicen, clasifican y, en muchos casos, manipulan nuestra conducta. En ese orden de ideas, el problema ya no sólo es la pérdida de privacidad, sino la pérdida de agencia humana. Es decir, nuestras decisiones son moldeadas por sistemas automatizados que actúan en función de patrones de comportamiento, segmentación de audiencias y microtargeting, ya sea publicitario o político.
El tema, entonces, no es si nuestras redes sociales saben demasiado sobre nosotros sino, que nosotros sabemos demasiado poco sobre lo que ellas saben, hacen y deciden. Dentro de esta asimetría informativa, lo cierto es que el consentimiento informado es una ficción jurídica, las condiciones de uso y las políticas de privacidad extensas e ininteligibles, sólo sirven para cubrir legalmente a las empresas y no así, para proteger a los usuarios. Sin embargo, me parece que esta no es una cuestión de legalidad, sino de dignidad.
Por ello, es indispensable avanzar hacia una noción de soberanía informativa radicalmente moderna. Proteger los datos personales en entornos digitales, no puede reducirse a formalismos normativos. Debemos aprender a articular la privacidad con la libertad de expresión, la no discriminación, la participación democrática y el libre desarrollo de la personalidad. En otras palabras, debemos concebir a la privacidad no como una barrera, sino como una condición para la vida libre en democracia.
Lo anterior, implica exigir un rediseño profundo de los entornos digitales. Plataformas que promuevan por defecto la privacidad, interfaces que informen de manera clara y comprensible, algoritmos sujetos a auditorías externas, sistemas que permitan rectificar, limitar o suprimir la información personal. Pero también, requiere de la impartición de una educación digital crítica. Las personas deben tener no solo el derecho, sino también las herramientas cognitivas y tecnológicas para ejercer su autodeterminación informativa. Y los Estados, como garantes, deben asumir la activa responsabilidad de regular y supervisar este elusivo ecosistema para que no dejemos las decisiones públicas en manos privadas.
Por ello, la pregunta con la que comenzamos, relativa a quién controla los datos personales, no admite una respuesta única pero, sin duda, exige una acción colectiva. La privacidad en redes sociales no puede pensarse como un lujo del pasado analógico. De hecho, es la base sobre la cual podemos reconstruir la confianza en lo público, resignificar la autonomía personal y repensar los vínculos entre tecnología y humanidad. No se trata de volver atrás, sino de avanzar con lucidez.
*Comisionado Ciudadano del INFO CDMX y Académico de la UNAM