Ramírez Cuevas, el operador en las sombras

2 de Agosto de 2025

Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio

Ramírez Cuevas, el operador en las sombras

raymundo riva palacio AYUDA DE MEMORIA

1er. TIEMPO: De bajo perfil, pero siempre siniestro. A lo largo del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, hubo personajes que siempre brillaron y otros que ejercían un gran poder en las sombras. El que más, Julio Scherer, el consejero jurídico que el operador por excelencia del presidente Andrés Manuel López Obrador. Hablaba con políticos, jueces y periodistas, y era la única ventana confiable que tenían los empresarios en Palacio Nacional. Le era muy funcional actuando como un multiministro sin cartera. El único problema real que enfrentaba en la cima del poder era otra persona en la Presidencia, que mantuvo un bajo perfil y una línea bélica invariable, entendiendo que es lo que quería y necesitaba López Obrador, que terminó ganándole la partida. Scherer renunció al terminar el primer medio del sexenio, derrotado en el conflicto palaciego y una larga una lucha ratonera con Jesús Ramírez Cuevas, el vocero presidencial y jefe de propaganda del régimen, que ante la ausencia de Scherer también ocupó su lugar como uno de los principales operadores de López Obrador. Ramírez Cuevas fue uno de los recomendados de Carlos Monsiváis, de cuyo núcleo salió el principal ideólogo del expresidente, Rafael Barajas, un neófito político que hizo su vida como monero de La Jornada, y Jenaro Villamil, que sigue difundiendo propaganda desde los medios públicos del Estado mexicano. Pero nadie como Ramírez Cuevas, porque sin él, la narrativa de la Cuarta Transformación no habría penetrado como lo hizo en millones de mexicanos. Su poder no se limitó al discurso. También tejió redes de control. Ramírez Cuevas no fue un vocero tradicional. Su papel fue más parecido al de un ministro de información de regímenes autoritarios, con una visión ideológica ortodoxa, reciclada del comunismo setentero, pero eficaz en el diseño de la narrativa maniquea obradorista, diagnosticando su lenguaje binario y teológico, de los buenos (el pueblo) y los malos (los neoliberales), los fieles y los infieles. Esa fórmula, repetida incansablemente en las “mañaneras”, fue apuntalada por una red de medios “alternativos”, por una colección de articulistas en los medios impresos y electrónicos -con remuneraciones de hasta 200 mil pesos mensuales-, y por una estructura paralela de vigilancia y sabotaje digital contra periodistas críticos y voces disidentes. Utilizó recursos públicos para pagar sus servicios y para financiar portales que operaban como cajas de resonancia del oficialismo, que recibieron millones de pesos a través de convenios simulados o mediante empresas intermediarias ligadas a Morena. Él diseñó la estrategia digital que permitió a Morena construir una narrativa de éxito en las grandes derrotas, como la pandemia del coronavirus, la inflación, el caso Ayotzinapa y Segalmex. La instrucción era clara: convertir cada error en una “persecución de la derecha” y cada escándalo en un “ataque del conservadurismo”. Ramírez Cuevas iba hacia una discreta muerte política, pero el país que heredó López Obrador obligó a la presidenta Claudia Sheinbaum a apoyarse a él, para seguir ocultando la realidad, empaquetada para que sus bases electorales se la traguen, como en el sexenio pasado.

2º. TIEMPO: Daño incuantificable. El hombre que todas las mañanas entre su oficina y al patíbulo en Palacio Nacional le susurraba al oído a quienes iba a crucificar en su mañanera, que le calentaba la cabeza y orientaba sus filias, era Jesús Ramírez Cuevas, un personaje ladino que había hecho su carrera profesional como reportero de La Jornada. El escritor Carlos Monsiváis lo acercó hace un cuarto de siglo con Andrés Manuel López Obrador, y lo acompañó hasta la Presidencia, donde mantuvo su figura pública como la de un vocero anodino e incapaz, pero cuya verdadera función era la de censor, inquisidor y curador ideológico de un régimen que convirtió a los medios y al periodismo crítico en enemigos del Estado. Detrás del relato de la “transformación” desarrolló una operación sistemática de persecución, desprestigio y marginación con recursos públicos contra periodistas y medios que no se alineaban con el discurso presidencial. Su estrategia era transparente: premiar la lealtad y castigar la crítica. Ramírez Cuevas creó un sistema de incentivos mediante contratos publicitarios, acceso privilegiado, filtraciones selectivas a periodistas afines al régimen y colocación de los más articulados en medios de comunicación para reproducir el evangelio obradorista. A la vez, usó el aparato del Estado para cercar y acosar a quienes cuestionaban las decisiones del presidente. Todo con la lógica simple que el periodismo debía servir al poder, no vigilarlo. Dentro de su política de linchamiento mediático contra periodistas independientes, coordinaba listas negras y alertas desde la oficina de Comunicación Social de la Presidencia, por donde pasaba todo y controlaba todo, donde se etiquetaba a reporteros incómodos como “adversarios del proyecto”. Quienes aparecían ahí eran blanco de campañas digitales de difamación, bloqueos de acceso y exclusión. Permitió que desde el mismo gobierno se alimentaran expedientes informales de inteligencia en contra de periodistas, utilizando al Centro Nacional de Inteligencia en la elaboración -con verdades, medias verdades y mentiras flagrantes-, perfiles sobre periodistas considerados “desestabilizadores”. Incluían datos personales, trayectorias laborales, posturas políticas y relaciones familiares. Un selecto grupo de columnistas fueron espiados de manera sistemática y sus comunicaciones intervenidas permanentemente. Dos de ellos fueron seguidos por agentes de la Secretaría de la Defensa, y uno de esos, Carlos Loret, recibió un tratamiento especial: la vigilancia fue permanente con reportes diarios de a dónde iba, con quién se veía, de qué platicaba incluso. Una de sus iniciativas más ambiciosas fue lograr que en el juicio del exsecretario de Seguridad, Genaro García Luna, imputara a un grupo de medios y periodistas de vínculos con el narcotráfico. Reclutó al correponsal de un medio mexicano y envió a uno de los youtuberos que inventó para lanzar loas al presidente Andrés Manuel López Obrador y castigar con infamias a periodistas críticos, para que magnificaran las acusaciones, que nunca llegaron. Su comportamiento no pudo estar más lejos de lo que hace un gobierno democrático. El daño que hizo a la libertad de expresión es incuantificable. Decenas de reporteros fueron desplazados de sus coberturas, marginados por los canales públicos, expulsados de las “mañaneras”, o simplemente, acosados por sus huestes digitales. Algunos, como los periodistas independientes en estados gobernados por Morena -Guerrero, Veracruz, Oaxaca- sufrieron amenazas, espionaje y hasta violencia física. Todo esto bajo el silencio, en ocasiones estímulo y siempre apropbación, de Ramírez Cuevas.

3er. TIEMPO: El segundo piso de la persecusión. El poder político que acumuló Jesús Ramírez Cuevas al lado del presidente Andrés Manuel López Obrador tardará mucho tiempo en calcular su dimensión. Ninguna persona a quien un presidente le encomendara la comunicación social había acumulado tanta fuerza y control sobre prácticamente todo el gabinete. Lo que puede permitir adentrarse un poco a sus alcances es que incluso el secretario de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, no hablaba si no lo autorizaba Ramírez Cuevas, ni emitía un comunicado de prensa, si no lo redactaba y revisaba su oficina en Palacio Nacional. Construyó una legión de zalameros vergonzosos para que sirvieran de contensión en las mañaneras y que a través de ellos indujera a quién quería golpear y qué temas quería que el presidente tratara. En ocasiones, incluso los usaba como distractores. El poder que alcanzó fue posible también gracias a su cercanía con elementos de inteligencia militar, con quienes mantenía contacto regular que le permitió obtener -en al menos dos veces, según revelaciones en la prensa-, información obtenida mediante el programa Pegasus, que usó el gobierno para espiar periodistas y activistas. Era una estrategia para proteger la narrativa presidencial. El régimen no respondía a la crítica; la neutralizaba desde el origen. Durante la transición, la presidenta electa Claudia Sheinbaum expresó que quería cambiar el modelo de comunicación, aunque mantendría la mañanera. Le hizo algunos cambios, cosméticos algunos, pero de fondo otros, como el hacer a un lado la belgerancia y el ataque personalizado gratuito. A Ramírez Cuevas lo nombró coordinador de asesores, pero lo arrumbó en nuna pequeña oficina con nadie mas que una secretaria de apoyo. Era la Siberia de Palacio Nacional. Muchos de sus operadores fueron reubicados en áreas de análisis político dentro de Gobernación y Presidencia. Otros emprendieron vuelos alejados del centro del poder. El otrora operador omnipresente pensó en renunciar al cargo en enero, pero en diciembre las cosas cambiaron, empezando porque el equipo que llevó Sheinnuam a manejar la comunicación social, encabezado por su amiga Paulina Silva, resultó inexperto, a veces incompetente, y muy pequeño para los retos que enfrentaba. Sheinbaum tuvo que recurrir una vez más a Ramírez Cuevas. Reactivó sus redes y a los youtuberos a quienes quería marginar la presidenta, para que jugaranel mismo papel que tuvieron con López Obrador. El nuevo gobierno de Sheinbaum había heredado no solo una narrativa institucionalizada, sino también una red de represión contra la prensa libre, que contrarrestaba con la “apertura al diálogo” y el “respeto a la libertad de expresión” que había ofrecido. Tuvo que restablecer el aparato de propaganda que Ramírez Cuevas construyó, y el manejo de redes lo mantiene a través de Jéssica Ramírez, a quien le heredó del sexenio pasado, y cuya fuerza sin contrapesos está creciendo en Palacio Nacional. No se sabe, ante la realidad que enfrenta su administración para mantener la gobernabilidad, si en algún momento desmontará ese sistema heredado o si se convertira meramente en la nueva administradora de la segunda temporada sexenal del obradorismo.

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