Hay derechos que como humanidad hemos gritado, otros que hemos suplicado y algunos más que hemos sido capaces de descubrir en el silencio y en la aparente calma de una pregunta que, a los grupos de poder, les suele resultar muy incómoda: ¿por qué no podemos saber? En dicha interrogante su respuesta está contenida en una de las mayores y más importantes conquistas democráticas, el derecho ciudadano y de todas las personas a saber.
Me refiero, a saber cómo es que se toman las decisiones, cómo es que se ejerce el cúmulo de recursos públicos, cuáles son los criterios que guían e informan las diversas políticas públicas que se aplican, qué datos se recogen en ese camino, quién lo decide y por qué. Esto no se trata sólo de saber por una mera curiosidad, sino por dignidad. Hablo de saber como ejercicio de libertad y derecho, como garantía de un control que está en manos de todas y todos nosotros, pero también, como un principio mínimo de justicia social. Me refiero a saber para poder decidir, para poder actuar y para poder exigir también. En el fondo, tanto la transparencia como el acceso a la información, no son sino formas de traducir la democracia en actos cotidianos y tangibles, sustanciales.
Este derecho que, hace no mucho, era impensable y que aún, como ya lo mencioné, resulta incómodo para tantos, en esta era digital ha encontrado un terreno fértil para cobrar eficacia y expandirse. Las tecnologías de la información, los sistemas abiertos, la inteligencia artificial y los desarrollos de big data han puesto en nuestras manos herramientas que posibilitan que la transparencia deje de ser un mero principio o valor jurídico, para convertirse en una política viva, estructural y con trascendencia transversal. No obstante, estas mismas herramientas nos han enfrentado a dilemas y desafíos acerca de su aplicación, su uso debido y su profundo sentido. Porque, eso es claro, no solamente se trata de abrir datos, sino de hacerlo de una forma útil, comprensible, pertinente y, potencialmente, transformadora.
La transparencia no constituye una mera meta administrativa, sino el fondo de una ética pública; no es un formulario, sino una promesa: Que el ejercicio del poder será susceptible de ser vigilado, el gasto trazable y la autoridad revocable. El punto, consiste en que dicha promesa, para volverse realidad, debe encontrarse acompañada y soportada por condiciones materiales para su debido cumplimiento. Éste es justamente el punto en el que la tecnología, debidamente utilizada, puede resultar ser un formidable aliado.
Si bien, ya contamos con diversas plataformas digitales que permiten consultar contratos, licitaciones públicas, presupuestos, normativas y expedientes; también, con diversos motores de búsqueda inteligente podríamos acercarnos a documentos más complejos en segundos. Con las herramientas con las que hoy contamos, podríamos acceder a visualizaciones de datos que nos explicaran, comprensible y verdaderamente, lo que antes nos estaba simplemente vedado. Podríamos tener repositorios abiertos que promuevan la investigación, el periodismo y, por supuesto, la participación social en todos sus niveles. Con sistemas de inteligencia artificial, capaces de identificar patrones de opacidad y alertarnos acerca de focos de corrupción, podríamos avanzar muchísimo. Todo ello ya es posible. Las personas y la ciudadanía no tendríamos por qué conformarnos con sólo creer. Debemos poder verificar, indagar, contrastar, y, por supuesto, decidir.
A pesar de lo expresado, no debemos caer en un espejismo digital y suponer que la mera existencia de estas herramientas nos garantiza una democracia más sólida y/o participativa. La transparencia, no es un tema estrictamente técnico sino, sobre todo, político y cultural. Es un ejercicio constante. La transparencia exige voluntad, compromiso sostenido y también, sin duda alguna, una pedagogía pública, transversal y multinivel.
Porque, un portal lleno de datos puede, por ejemplo, ser completamente inútil si la información no está vigente, si los formatos en los que se presenta son incomprensibles e inutilizables o si las respuestas a las que dicha información responde no son las que la ciudadanía o las personas requieren para proveer a sus intereses, demandas, quejas y libre desarrollo. Es por ello que, la real accesibilidad, la meridiana claridad y la directa usabilidad de la información, son y deben considerarse tan importantes como la propia disponibilidad.
Dicho de otro modo, la transparencia, auténtica y sustancial no precisa solamente que los datos existan, sino que hagan sentido. Para ello, es indispensable fortalecer la alfabetización digital y las capacidades de las personas para ejercer este derecho y libertad, promover la cultura cívica y la creación de herramientas colaborativas de análisis de información que nos sirvan para revisar lo que nos toca, como nos toca. Es decir, en común y a través de un diálogo que, al menos hoy, pasa por lo digital y así, es potencialmente más factible y amplio. Ello, además, sin olvidar que el acceso a la información es la antesala del ejercicio de otras libertades y derechos fundamentales. Un derecho llave para ejercer otros derechos. La lucha contra la corrupción, la exigencia de servicios públicos de calidad, la rendición de cuentas, la defensa del medio ambiente, la protección de los derechos de las mujeres, la justicia para víctimas o la inclusión de los pueblos indígenas, así como el ejercicio mismo de la democracia dependen, en gran medida, de la posibilidad de acceder a información precisa, oportuna y verificable.
Así, el derecho a saber debe entenderse siempre transversal. Ello, al no agotarse en sí mismo y ser, la llave que nos permite aperturar otras formas de ciudadanía, resistencia y transformación social.
*Comisionado Ciudadano del INFO CDMX y Académico de la UNAM