Entrada la tarde, cuando la luz dorada de julio resbalaba sobre las fachadas Art Déco y Art Nouveau del corredor Roma-Condesa, un grupo de vecinos tomó las calles. Su consigna, sorprendente por su claridad, resonaba con urgencia cada vez más palpable: detener la gentrificación. La manifestación del fin de semana pasado fue la primera de este tipo en la Ciudad de México, un grito que llevaba años gestándose.
Los manifestantes avanzaron por Ámsterdam, Sonora y Álvaro Obregón. Entre letreros en inglés, edificios restaurados sin respetar las fachadas, panaderías gourmet y cafés de especialidad, su molestia era evidente, pero también su extenuación. "¡Aquí se habla español” coreaban, una verdad incómoda que vibraba en el aire: ¡la capital, para quienes la han habitado por generaciones! ¡se está volviendo invivible! La suya es una batalla desigual contra inmobiliarias poderosas, pero hay que darla, aunque sea solo con carteles y gargantas cansadas.
La gentrificación no es un fenómeno nuevo, pero ha entrado en una fase crítica. Es la expresión más aguda del dominio del mercado sobre el Estado. El capital escoge un corredor urbano, lo “pone de moda”, lo revaloriza artificialmente y lo convierte en mercancía. Todo lo demás —los derechos, las memorias, la vida cotidiana— queda subordinado a la lógica del rendimiento mercantil. Las rentas se disparan, el comercio tradicional se extingue, los oficios de barrio desaparecen. Las colonias primero y después la ciudad cambian de rostro, pero también de alma.
No hace muchos años, en la Roma, un poli Don Ricardo, hacía rondines nocturnos. Primero a pie, luego en bicicleta, silbato en mano, disuadiendo maleantes y transmitiendo seguridad. Conocía a los vecinos. Pero un buen día su silbato dejó de sonar. Este fin de semana, la Roma-Condesa recibió después de la marcha contra gentrificación, convoyes de patrullas tipo pick-up, artilladas, con elementos encapuchados de pie. No transmitían seguridad, sino incomodidad. No eran los “policías de barrio” que la comunidad conoce, sino extraños que desdibujaban el talante de la zona.
La capacidad de respuesta de los gobiernos ha sido insuficiente. Los programas de vivienda no alcanzan a contener el fenómeno; las acciones compensatorias llegan tarde o simplemente no existen. No se construyó la vivienda necesaria, y hoy la ciudad expulsa cada año a decenas de miles de familias hacia la periferia. Son empujadas por precios inalcanzables y condenadas a perder años enteros de vida en trayectos interminables.
A este panorama se suman otros mecanismos de exclusión. En los primeros meses de este gobierno quedó evidenciado que las hipotecarias gubernamentales —Infonavit y Fovissste— operaron durante años con contratos leoninos: créditos impagables, intereses desproporcionados, cláusulas sin salida. Si bien se implementaron condonaciones y beneficios a adultos mayores que son un atisbo de justicia, no resuelven el fondo del problema.
En otro extremo están los remates bancarios: el deudor que cae en mora pierde su vivienda sin defensa ni apoyo gubernamental alguno, incluso si después recupera su solvencia queda marcado como moroso sin acceso a un nuevo crédito, y el comprador de derechos litigiosos, muchas veces, también resulta defraudado. Ni el gobierno federal ni local se han asomado a esta “fosa jurídica”. La vivienda ha dejado de ser un derecho; es ahora una mercancía de alto riesgo.
Lo que vimos en la marcha fue el síntoma de una crisis estructural. No solo hay gentrificación y desplazamiento: hay despojo, especulación, remates sin opciones e insuficiencia institucional. Por eso urge una pausa, un impasse que permita repensar el orden urbano.
Una suerte de amnistía inmobiliaria que detenga la lógica depredadora y abra paso a una política de Estado que garantice, de forma realista y sostenida, el derecho a habitar la ciudad. Que el derecho a la vivienda no quede sometido al lucro desmedido.
La Ciudad de México no solo está hecha de calles y edificios; está hecha de vínculos sociales, de historias, de presencias. Su belleza —tan fotografiada— reside también en esa mezcla, en la vitalidad, en la convivencia de lo nuevo con lo antiguo.
Si esta violencia inmobiliaria sigue avanzando como hasta ahora, lo que se perderá no es solo el espacio: se perderá la memoria urbana. Las taquerías donde la salsa ya no pica, transformadas para paladares ajenos ofrecen salsas dulces de arándano o mango, serán el último síntoma de una ciudad sin arraigo. Una postal sin alma. Una ciudad sin ciudad.