Como lo demuestran las actuales campañas electorales, no hay un lugar común más utilizado para ganar el favor del potencial elector que recurrir a la figura de la “familia”. No hay un solo aspirante a un cargo público que se abstenga de apelar al “bienestar de la familia” para capitalizarlo en votos. Ahora bien, ¿qué es lo que cada candidato entiende por “familia”? La “familia nuclear” —ese grupo homogéneo formado por una pareja heterosexual y sus hijos— ya no es el único modelo a seguir. Esto no significa que la idea de contar con un hogar haya dejado de ser una meta: el individuo mantiene una búsqueda constante de afectos y circunstancias que le permitan encontrar certezas en un contexto caracterizado por el cambio acelerado. Las diferencias, sin embargo, son evidentes: el matrimonio ha dejado de ser una obligación moral, abogar por los derechos de adopción de las parejas homosexuales es ahora una demanda básica, procrear no es un requisito social y el aumento en la expectativa de vida ahora permite contar con varias familias a lo largo de la existencia. Frente a esto, algunas personas optan por vivir solas y considerar como “familia” a sus amigos y mascotas. Otras, en contraste, prefieren casarse, vivir con sus padres y hermanos. La diferencia es la norma. Asumir en automático que estas nuevas familias son tan “felices” como las que protagonizan Modern Family sería una ingenuidad, pero constituyen un proyecto de vida basado en la elección personal y no en la aceptación de un destino manifiesto confeccionado por la sociedad.
Quizá los políticos deberían poner atención en cómo la mercadotecnia se adapta al cambio. Las familias homoparentales, por ejemplo, crecen rápidamente. Algunas marcas ya promueven a familias con padres del mismo sexo de manera abierta en su publicidad. El beneficio es doble: no sólo exhibe a la marca como inclusiva y moderna, sino que genera lealtad entre una creciente fuerza de consumidores.
El costo de la educación, la incorporación de la mujer a la fuerza laboral, la tendencia a retrasar el matrimonio y la urbanización como modelo de vida han ocasionado que varias parejas opten por no tener hijos. Abstenerse de procrear no sólo tiene sentido en términos económicos, sino que también implica libertad existencial para una generación urbana que no desea compromisos tradicionales. El turismo de años recientes, por ejemplo, ha creado toda una división orientada a promocionar lugares paradisiacos exclusivos para adultos, libres de gritos infantiles. No se trata de odiar a los pequeños: siempre se puede ser una “tía o tío profesional” (PANKS y PUNKS, por sus siglas en inglés) que gusta de comprar regalos a los niños de sus hermanos y primos. Marcas como Best Buy y Mattel enfocan campañas a PANKS y PUNKS deseosos de consentir a sus sobrinos. Otro fenómeno de la familia sin niños es el boom en el mercado de mascotas. Adoptar animales como “hijos sustitutos” es una realidad: Purina vende comida “libre de gluten” y hay negocios que venden cupcakes y cerveza exclusivamente para perros.
La expectativa de vida se ha alargado de manera significativa y abre nuevas posibilidades. Algunos deciden divorciarse y vivir solos con la expectativa de encontrar nuevos amigos y pasatiempos. Otros forman una nueva familia con parejas más jóvenes y buscan tener hijos. El motor detrás de esta dinámica es la renovada vida sexual ocasionada por drogas como el viagra. Un individuo de 65 años con buena salud puede vivir pleno otros 20 años. Son una fuerza imposible de ignorar. Ante este abanico de nuevas familias, cabe una reflexión: ¿qué tan conscientes estarán los candidatos de la emergencia de estas estructuras en el México de 2018, y sobre todo, de los votos que representan?
@mauroforever