López Obrador tomó la decisión de adelantar la sucesión presidencial pensando que tenía todos los hilos en la mano y el control absoluto sobre el proceso. Asumió a la oposición como políticamente muerta, o al menos sin ningún tipo de relevancia en términos de competencia electoral. Se equivocó por completo, abrió un circo y le crecieron los enanos.
El objetivo de la apuesta presidencial era triple: determinar desde Palacio Nacional los tiempos de la competencia electoral, impulsar la selección de un candidato a su gusto y de toda su confianza y, con ello, garantizar la continuidad transexenal de su proyecto político ideológico. Si bien todo hace pensar que el proceso interno de Morena arrojará un sucesor a modo, las grietas internas son visibles y los conflictos largamente contenidos pueden desbordarse en cualquier momento.
Quien ha sido capaz de apropiarse de las formas y prácticas de control político propias del hiperpresidencialismo mexicano para apuntalar su programa de gobierno, pasó por alto que los tiempos sí han cambiado y que la red difusa de actores que conforman Morena, a pesar de todas las declaraciones de lealtad absoluta, ha articulado sus objetivos e intereses alrededor de las aspiraciones de las corcholatas, y por ello muy difícilmente tenderán a coincidir disciplinadamente con la visión y agenda presidencial.
En el hiperpresidencialismo mexicano, la figura del presidente funcionaba con el centro articulador de la distribución de prebendas, recursos y posiciones a cambio de lealtad y disciplina, rol que tendía a erosionarse inevitablemente conforme avanzaba el proceso sucesorio y se perfilaba la figura del candidato. Esta vez no tiene porque ser distinto, a pesar de las intenciones y la voluntad presidencial.
El error más grave, producto de una innegable arrogancia política, ha sido la forma en que el ataque sistemático a Xóchitl Gálvez desde la mismísima tribuna presidencial, ha contribuido a crear una candidatura poderosa y a articular a su alrededor a una oposición que solo unos meses atrás lucía derrotada. Aún más, quién apostó por definir los tiempos de la sucesión perdió la iniciativa política y se la entregó a la candidata opositora.
Mientras Xóchitl Gálvez se enfoca ahora a consolidar su alianza opositora, definir una agenda temática de campaña, apuntalar su imagen ante la ciudadanía atacando al gobierno e integrar a figuras políticas que encuentran de pronto un nicho de oportunidad, Morena se enreda en la organización de encuestas plagadas de irregularidades al grado de provocar señalamientos públicos y acusaciones entre las propias corcholatas. Como dice el dicho, no me ayudes compadre.
Sería injusto afirmar que la candidatura de Xóchitl Gálvez es solo producto de los errores de López Obrador, cuando es indudable que la ahora candidata del Frente destacó por su capacidad para entender el momento, construir una narrativa opositora eficaz y aprovechar todas las circunstancias a su favor. Dice Maquiavelo que el príncipe virtuoso siempre es capaz de aprovechar la fortuna sin depender de ella. El piso de la candidatura se definió con claridad el pasado fin de semana, el techo es muy alto y las posibilidades de crecer exponenciales, en especial para una oposición anteriormente pasmada. Esto lo entiende el gobierno y por eso teme tanto la irrupción de una candidatura como la de Xóchitl Gálvez.
Tres aspectos adquieren una relevancia particular en esta sucesión acelerada. Primero, candidatos oficiales y opositores deberán desarrollar una agenda de gobierno plausible y efectiva para responder a los problemas críticos que enfrenta el país, en especial dar certidumbre a la ciudadanía ante los niveles de inseguridad y violencia. Segundo, cada vez será más relevante la capacidad de articular un equipo plural, competente y capaz de gobierno, pues la lealtad sin capacidad ya no es opción.
Finalmente, la presencia del crimen organizado y la violencia en las elecciones representa una preocupación que las autoridades deberán atender con seriedad si no queremos sorpresas que le cuesten al país.