En alguna ocasión escuché una interpretación de la relación entre el faquir y su cama de clavos como una metáfora para entender la deliberación pública ante los problemas sociales más graves. Desde esta perspectiva, el faquir puede resistir el dolor que supone acostarse sobre los clavos afilados en tanto todos tienen el mismo tamaño y componen una superficie plana. El problema aparece cuando uno de los clavos es ligeramente más alto, cuando se rompe el plano y el pico que sobresale entonces puede provocar daño.
La relación de nuestro país con la crisis de inseguridad y violencia se presenta como un símil de la cama de clavos. Somos testigos de niveles de horror indescriptibles que se reflejan en tasas extremadamente altas de homicidios, masacres, desapariciones, incidencia delictiva, extorsiones, las cuales, sin embargo, más allá de la anécdota o la angustia del momento, no nos causa la indignación que correspondería, que debería esperarse, y mucho menos se traduce en una reacción social exigiendo cambio, responsabilidad o rendición de cuentas.
Los episodios de horror son tantos y tan cotidianos, eventos e imágenes que se repiten una y otra vez, que hemos terminado por acostumbrarnos, por adaptarnos y aceptarlos. Nuestra sociedad se ha anestesiado ante el horror, se ha acostumbrado a yacer sobre la cama de infinitos clavos donde ya ninguno sobresale a otro. El caso Ayotzinapa representa tal vez la última ocasión en la que la sociedad reaccionó indignada ante lo inaceptable, en que un clavo más alto perforó la epidermis, y la credibilidad del gobierno se derrumbó. A partir de entonces los episodios de indignación y coraje se diluyen y olvidan conforme llegan las nuevas masacres y pasan los días.
El problema no es que los gobiernos evadan su responsabilidad ante los episodios de horror y violencia, esa es una constante. La inseguridad y la violencia están correlacionadas con la existencia de pactos de impunidad transexenales y transpartidistas, pero también con un proceso de normalización social de dichos episodios de horror y violencia que no permite la exigencia de responsabilidades y rendición de cuentas a las autoridades.
Estamos entrando al proceso electoral, y lo que parece claro es que veremos una confrontación entre un gobierno que se enfocará a reivindicar el sentido y la continuidad de su proyecto político y una oposición pasmada, que intenta articular una respuesta que le permita maximizar espacios y detener el avasallamiento que han enfrentado desde 2018. Lo que no hemos visto es el reconocimiento político de que la estrategia de seguridad no ha funcionado una y otra vez, a pesar de sus ajustes sexenales, y que los partidos son incapaces de definir lo que piensan hacer para proteger a los ciudadanos y contener la penetración de las organizaciones criminales. Lo que difícilmente veremos es a los partidos reconocer que han abandonado su responsabilidad de garantizar seguridad a los ciudadanos y atención a las víctimas.
Y justamente lo que nos corresponde a los ciudadanos ante las elecciones, es exigir una redefinición de la estrategia de seguridad, demandar la corresponsabilidad compartida entre todos los niveles de gobierno y de los poderes públicos para detener el baño de sangre y la producción incalculable de víctimas en la que se ha hundido nuestro país.
Una sociedad que ya no se indigna y normaliza la violencia que vivimos, que no exige responsabilidad de sus autoridades, es una sociedad que acepta el horror y los pactos de impunidad. Hoy son tan inaceptables la negligencia, ineptitud e irresponsabilidad de nuestros gobiernos como también la normalización social del horror. La competencia electoral debe colocar las propuestas seguridad, la contención de la violencia y la reducción de la impunidad en el centro, a los ciudadanos nos corresponde exigirlo y castigar a los candidatos que evadan esa responsabilidad.