Jair Bolsonaro se ha convertido en uno de los líderes políticos más repudiados a nivel global, luego de que durante dos semanas se han quemado más de 500 mil hectáreas de selva tropical en el Amazonas. Los incendios forestales que se han disparado en cantidad y alcance este año han puesto en evidencia las nefastas consecuencias de una agenda política negacionista del cambio climático, que apuesta por el desmantelamiento de cualquier tipo regulación ambiental y que pone sobre la mesa incentivos para que ganaderos y agricultores quemen amplias zonas de selva para realizar sus actividades.
La responsabilidad del gobierno de Bolsonaro al fomentar la tala (legal e ilegal) en el Amazonas, así como su respuesta tardía y deficiente para controlar los incendios forestales se han traducido en protestas de organizaciones sociales ante embajadas de Brasil en diferentes partes del mundo y cuestionamientos de los líderes políticos reunidos en el G7. En especial, las críticas al gobierno brasileño por parte de Emmanuel Macron y la propuesta de contribuir con 20 millones de dólares para el control de los incendios han derivado en una escalada diplomática en la que el gobierno brasileño, herido en su fervor nacionalista, ha respondido que esto refleja una mentalidad colonial, que en todo caso los europeos inviertan en reforestar su propio continente y que Francia se haga cargo del incendio en su patrimonio histórico.
Si bien los incendios en el Amazonas y sus consecuencias ambientales globales son motivos de gran preocupación y que la política ambiental de Bolsonaro es tan repulsiva como irresponsable, hay mucho de hipocresía en los cuestionamientos del G7. Una contribución de 20 millones de dólares puede hacer quedar bien mediáticamente a los líderes del G7, pero no resuelve ninguno de los problemas de deforestación que enfrenta el Amazonas, mucho menos cambia los incentivos perversos que fomentan la tala de miles de hectáreas de bosque y selva en países en desarrollo.
Aún cuando pueda resultar gratificante el regaño del G7, en realidad el desmantelamiento de la política ambiental y el negacionismo climático de Bolsonaro no es muy diferente a lo que ocurre bajo la presidencia de Trump. Son tan graves los incendios en el Amazonas como el sabotaje de los Estados Unidos al Acuerdo de París, el cual, sin la participación activa y comprometida de los estadounidenses, se convierte en un instrumento tan irrelevante como resultó el protocolo de Kyoto.
La cuestión de fondo, si los líderes políticos del G7 están tan preocupados por la crisis ambiental global, es ¿cómo deben sancionar a los países que no cumplan los acuerdos internacionales o a aquellos líderes cuyas políticas nacionales pongan en riesgo la estabilidad del clima y la salud de los ecosistemas a nivel global?
En su Derecho de Gentes, John Rawls argumenta que el ancla de las relaciones internacionales radica en el respeto a los derechos humanos. Desde esta perspectiva, las democracias liberales pueden mantener relaciones políticas y lazos de cooperación con autocracias decentes que protejan los derechos humanos de sus ciudadanos, pero no con países bandoleros que garantizan el ejercicio de las libertades básica o donde prácticas como la prisión arbitraria y la tortura son comunes. La cooperación con países pobres se sujeta también en este enfoque a su disposición para avanzar en la promoción y protección de los derechos humanos.
El incendio en el Amazonas nos advierte que llegamos al punto en el que el respeto y protección del medio ambiente, al igual que el cumplimiento de los acuerdos internacionales en materia de cambio climático, tendría que determinar las bases del diálogo y la cooperación entre países, pero también las sanciones para los países que asuman una posición de bandoleros ambientales. De otra forma, la preocupación de los líderes globales por las consecuencias del cambio climático no pasarán de ser mucho ruido y pocas nueces.