Se escucha música de banda. Alegre. Floreada. Colorida. Oye, abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida. Un descanso en el camino, una botella de vino, un suspiro, una mirada, una alegre carcajada, una cara en el espejo, un amigo, un buen consejo…
Una mujer le llama por su nombre. Alexis, ya no seas así. Y el otro ni la mira. Está concentrado. Alexis, apúrate papito, que te estoy esperando. Quiero que me hagas un hijo. Mira bien alrededor, y veras las cosas buenas. Que la vida es un amor, olvídate de tus penas.
¡Ay, ay, pobechito, quiere a su mamita! Se escuchan risas burlonas y carcajadas de varios hombres. El ambiente es de fiesta. Están en un cuarto con paredes de hormigón. En obra gris. Un foco amarillo colgando del socket. Una playa, un cumpleaños, un buen recuerdo de antaño. Un olor a hierbabuena, una conversación amena, un romance que ha nacido, que te roba los sentidos. Una lagrima, un momento, pese a todo sentimiento.
Se escucha un grito estremecedor, de esos que calan la médula y en lo más profundo de las tripas. Gritos que nunca se olvidan, como los que se escuchan por vez primera en un rastro de cerdos. Alexis, apúrate papito, le insiste ella. El timbre de voz femenino demuestra exasperación. Está harta de esperar. El otro, la víctima en cambio, regordete, está recostado en el piso y completamente desnudo, y ruega por piedad con la voz entrecortada, casi ahogada en su propia sangre y saliva y estertores de shock hipovolémico. No comprende lo que pasa, pero entiende que es un transe definitorio. No chille, chiquitín. Aguántese como los hombres.
Oye, abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida. Lalala, lalalala. Lalala, lalalala. Y Alexis, frío, pausado, casi con cierta entereza como quien prepara un caldo de pollo a media mañana, le da otro machetazo, que le cercena el hombro derecho de un tajo. Tres minutos duró la carnicería. Sablazo tras sablazo y golpe tras golpe. Hasta que la cuchilla perdió filo y se abolló al chocar con los huesos largos. Murió de la forma más cruel y miserable posible, como en un teatro del absurdo, rodeado de mentecatos que se burlaban de su suerte y de una prostituta que quería fornicar a su ejecutor. Al final, ella orinó sobre los restos del cuerpo desollado y descuartizado, para mostrarle su jodida superioridad a un “objeto” inanimado.
Alexis tiene dieciséis años. Es miembro de uno de tantos cárteles que hay en México. Comenzó haciéndola de recadero. Luego lo ascendieron a zopilote, que son aquellos que vigilan y avisan cuando un condenado, se acerca a la zona donde sucederá su fatal ejecución. Luego lo pusieron a cobrar derecho de piso a negocios del centro como restaurantes, carnicerías y zapaterías. Y cuando el ferretero no le pagó, por iniciativa propia le incendió el negocio. Es que me tengo que defender, dice. Y así, rápido, en dos años, pasó de ser nadie, a ser el sicario más temido de todo el Estado. No por nada, lo conocen como el pozolero, pues descuartiza vivos a sus víctimas, y luego, “los cocina” por días, hasta no dejar más que un caldo con el que alimenta a los puercos del ranchito que le arrebató a un viejo profesor que llegó a odiar en primaria.
Tres minutos equivalen a sólo noventa eternos segundos que le dura el trabajo por el que cobra miles de pesos al mes. Mucho más de lo que ganaría sembrando una parcela o siendo un empleado que tenga que aguantar sesenta horas a la semana. ¿Qué otra me queda?, se pregunta. Nosotros no agredimos a nadie. Nosotros somos todos víctimas del sistema, se justifica. Sólo nos defendemos, dice. Y se encoje de hombros después de ordenar a sus subalternos que abandonen el recinto para adentrarse en una habitación conjunta —separada por una cortina de baño— con la mujer que lo estuvo esperando por esos tres infames y eternos minutos. Tres. Tres minutos. Y la música se repita: Oye, abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las coas buenas, que tiene la vidaaaaaaa