Racismo, violencia doméstica, abuso sexual, discriminación, agresiones contra el medio ambiente. Tras la indiferencia y minimización sistemática con la que hemos confrontado estos problemas, el imperativo moral es palmario: construir las estructuras legales y socioculturales que eviten la repetición de estas tragedias.
¿Cómo pronunciarse contra la necesidad de asumir como urgentes todos aquellos lineamientos éticos a favor de la igualdad, la salud y el bienestar del planeta? Sólo idiotas o monstruos podrían negar la agenda pendiente en estas materias. Ese es el consenso. Lamentablemente, este imperativo de contribuir a formar una sociedad sana es con frecuencia tergiversado por individuos que —sea obnubilados por una indignación genuina (los menos) o movidos por el deseo desesperado de construirse una personalidad que los acredite frente a una tribu a la que desean pertenecer (la mayoría)— tienden a confundir la justicia con la autoexcitación santurrona de “hacer el bien”.
La llamada opinión pública nunca ha destacado por su nobleza o buen juicio. Nos gusta crear héroes para tirarles piedras después. El ídolo de hoy es el cordero que sacrificaremos mañana. Esa es la naturaleza humana. En años recientes, sin embargo, la “viralidad” de internet facilita que el rumor y la especulación se puedan tornar en verdades absolutas a una velocidad pasmosa. La dinámica de las “redes sociales” nos ha orillado a convertirnos en seres binarios e inmediatos, es decir, en criaturas que deben expresarse de manera maniquea y a unos cuantos segundos de enterarse del escándalo en cuestión. El rasgo clave que identifica a estos personajes hipersensibles es su proclividad al linchamiento. Para ellos, no hay matiz posible: todo es blanco o negro. Como francotiradores inexpertos, a los practicantes de la nueva moralidad les urge apretar el gatillo, amén de comprobar si el blanco es efectivamente un soldado y no un pobre diablo que se cruzó en el camino. Las figuras públicas son los animales más vulnerables de esta selva. Del llamado a boicotear a Woody Allen por un supuesto abuso contra su hija, sucedido hace más de dos décadas (y del que fue exonerado sin ambigüedad por las autoridades) a la crucifixión en Twitter de Andoni Echave (el conductor de Telehit reconocido como inocente de agresión sexual semanas después por la misma víctima), sin olvidar la condena social de la denominada “mataperros de la Condechi” (cuyo pecado fue comerse una quesadilla en Parque México), el linchamiento inmediato es ya moneda común. No dudo que asignarle nombre y apellido al malestar social resulte catártico (sea culpable o no el señalado, ¿qué importa?); visto con racionalidad, empero, es como combatir la pobreza dándole una limosna a un indigente. La sensación es de alivio instantáneo, pero el problema general seguirá ahí, en busca de soluciones que permitan eliminarlo permanente. Peor aún: tira por la borda la presunción de inocencia que, en teoría, debería ser la base de nuestro sistema de justicia. Cuidado con esa dinámica: un día de estos puede ser mortal.